Alguien que tiene calles, nombres de Hospitales, o plazas por toda España es que algo bueno debió hacer. Más en un país tan cainita como el nuestro. Casi todo el mundo le recordará como el ministro del gobierno socialista que universalizó la Sanidad en España, e impulsó la construcción de centros sanitarios y médicos en una España que comenzaba a progresar en la senda de la Modernidad. Ese fue su gran logro político a nivel de gestión, sin duda. Por ello mucha gente le recuerda. Pero Ernest Lluch fue más que todo eso, mucho más.
Recuerdo estar el Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM el día que unos bárbaros le asesinaron con un tiro por la espalda. Siempre por la espalda como hacen los cobardes. Recuerdo que había presentado mi segundo capítulo de tesis doctoral a mi director y que al salir con las correcciones me encontré con Julián Santamaría y Jorge Verstrynge, quienes apabullados comentaban la salvajada que se había cometido. Al acercarme y verles con los ojos medio llorosos me temí lo peor. Así era, me confirmaron que ETA había asesinado a Lluch. Me dolió y mucho porque tenía catalogado al socialista catalán como una buena persona y muy dialogante.
Durante la comida, con Narciso Pizarro, el típico alboroto de la cafetería ese día se había transformado en un menudo tintineo de cubiertos, apenas perceptibles. Las grandes voces y conversaciones profundas ese día dejaban paso al lamento profundo de los corazones de cualquiera de los demócratas que allí comían. No podía ser. Ningún asesinato de ETA ha significado más o menos, pese a lo que nos quieran hacer ver las gentes de la posverdad, todos y cada uno de los muertos son de todos. Pero para muchos aquella muerte, junto a la de Tomás y Valiente o Blanco, suponía ver de forma descarnada y sin ambages de algún tipo la crueldad que estaba tomando ETA antes de acabar boqueando.
Lluch, como dijeron los panegíricos de aquellos días, habría intentado dialogar hasta con su asesino. Lluch era diálogo y salida deliberativa del conflicto vasco. No en vano, pese a ser catalán, pasaba mucho tiempo en Guipúzcoa y pertenecía a la pacifista Elkarri. Esto sería lo que acabasen utilizando como excusa asesina los malvados etarras. Que alguien, con el peso social de Lluch, estuviese dispuesto a todo con tal de dialogar les quemaba la sangre a los asesinos. Ahora hablan mucho sobre paz y diálogo, pero en aquella fecha estaban asesinando a una persona que sí apostaba por ese diálogo. Recuerdo las lágrimas de Odón Elorza, mezcla de tristeza y odio, al despedir a Lluch. O las de Txiqui Benegas totalmente hundido.
Habían matado a un hombre bueno. Un hombre que por la paz hacía lo que fuese menester. Un hombre para el que la palabra, y la utilización de esta, servía para comprender al otro, para empatizar con él a pesar de las posibles diferencias que pudiesen existir. Pero siempre con la vista en construir un mundo, si no mejor, al menos más habitable. El millón de personas que en su recuerdo se manifestó pocos días después por el paseo de Gracia sabían que les habían arrebatado, independientemente de su filiación política, a un demócrata, a un luchador por los derechos sociales, a una persona buena. Como no sería Lluch que en esa manifestación logró reunir a Ibarretxe con Aznar en su homenaje. Y Gemma Nierga, recogiendo el testigo del asesinado, les dijo a la clase política de la época: “Ustedes que pueden, dialoguen”.
Nos quitaron al hombre del diálogo, al hombre de la paz, al hombre socialista, pero jamás podrán acabar con un legado y un espíritu que sigue sobrevolando por la Cataluña convulsa y los corazones millones de personas. Hoy como Ayer, en caso de conflicto, dialoguen.