Es pura casualidad que este artículo se publique el día en que la cruz cristiana toma todo su significado. En una igual, cuando menos como proyección, falleció aquel que vino a perdonar todos los pecados y dar su vida por todos —sí, incluso por usted que reniega de cualquier manifestación religiosa, o de usted que mira de forma torcida a cualquiera—. Pero existe otra cruz, pegada a una basílica, como aquella nariz estaba pegada a un escritor, que está generando polémica, intra y extraeclesialmente: la propuesta del gobierno de resignificación del Valle de Cuelgamuros.

Sólo aquello que tiene un significado se puede resignificar. Pasó con los campos de concentración nazis, que han quedado como museos del horror humano, como monumentos tras los cuales se hace difícil escribir poesía —igual por ello este arte es cada vez más malo—, ahora toca hacer en España algo similar. Con una salvedad, justo en el monumento existe un complejo arquitectónico que por sí tiene una simbología propia: una basílica y un monasterio como elementos religiosos católicos. Entonces, ¿cómo resignificar toda esa mole moderna sin alterar el significado de lo religioso? Complicado porque todo el conjunto posee un significado suprarreligioso que o bien no se tiene en cuenta, o bien se defiende bajo presupuestos torticeros incorporados a lo sacro.

Que el conjunto arquitectónico del Valle de Cuelgamuros es producto del franquismo, a mayor gloria del dictador, no puede ser negado. Que la familia impulsase enterrarle allí, junto a una verdadera víctima y elemento de distracción del régimen —porque José Antonio Primo de Rivera fue un elemento simbólico utilizado por el franquismo—, indica claramente que aquello no era tanto un monumento para la reconciliación. La utilización de trabajo esclavo para su construcción tampoco indica que fuese algo impulsado por la misericordia cristiana —hasta el pobre Saza, por franquista, picó piedra allí en esa buenísima película que es Espérame en el cielo—. Un monumento de la dictadura franquista que como tal debe ser resignificado.

Aquí se propuso hace unos días que todo el conjunto se vendiese al Opus Dei, que tienen dinero, y ya está. Privatizar de algún forma que no atentase contra lo sacro del sitio, pero en el Gobierno piensan distinto porque quieren ganar una guerra, que a saber si sus antecesores perdieron o ganaron, muchos años después de terminada. Tras ver la documentación para el proyecto de resignificación, algo que ha molestado a la Conferencia Episcopal y al Vaticano, parece que se quieren utilizar espacios internos de la basílica para poner pósteres, cuadros y a saber qué sobre la Guerra Civil. Es de suponer que no pondrán los asesinados de los dos bandos, de las salvajadas cometidas por unos y otros. Siguen negando la saña con la que se lanzaron a por religiosos o personas de la cultura por pensar diferente.

Tampoco extraña que quieran meterse hasta en las capillas —dicen que no existe culto en ellas, en una muestra más de profundo desconocimiento de los ritos católicos— pues huelen los gubernamentales a anticlericales de manual, además con una fuerte represión psicológica de carácter adolescente, como si cagarse en la Iglesia fuese el más alto significado de la victoria revolucionaria. En el acuerdo alcanzado entre Gobierno y Santa Sede eso se excluía y como no se fiaban de ellos, se ha incluido en la revisión final de los proyectos a un delegado católico. Toda vez que la tumba del dictador ya no está allí, no queda mucho más que resignificar dentro de la basílica.

Escribía ayer José Francisco Serrano Oceja un interesante artículo en Religión ConfidencialO la cruz o la imagen de Kant») donde defendía que cualquier tipo de resignificación del monumento sacro, al final, no era más que una profanación, siguiendo la estela de Alejandro Rodríguez de la Peña. Si solo fuese un monumento religioso no habría más que darle la completa razón, pero se olvida siempre que sí tiene una significado más allá de lo propiamente católico. Un significado de cercenación de la libertad, del uso de personas a las que se quitó toda su dignidad, de exaltación de una dictadura.

Y esto, el ser un producto principalmente franquista, es lo que se viene ocultando, salvo los cuatro franquistas que lo dicen con claridad. Son muchos los que, aprovechando que el catolicismo pasaba por la sierra de Guadarrama, defienden en cierto modo el franquismo, no tanto por dictadura como por victoria de la derecha. Lo católico les interesa entre poco o nada pero sí que tocarles los dídimos a los rojos les aumenta el deseo sexual. Vamos que les pone. Lo mismo les sucede a los rojos, no crean. Al final acaban pisoteando a Cristo bajo la inspiración ideológica que nada tiene que ver con lo sacro. Al menos con lo sacro católico porque lo ideológico no deja de ser sacro de carácter laico y de tan profundas convicciones como lo emanado de lo que hoy se conmemora.

Claro que hay que resignificar el Valle de Cuelgamuros. Aquello es símbolo de una dictadura donde la dignidad de la persona fue pisoteada. Pero no se puede hacer en favor de otra ideología que también pisoteó esa dignidad. Hacerse los mártires porque van a poner un póster en el pasillo de una basílica igual no es tanto por Cristo como por el caudillo en la mayoría de los casos. Tampoco se dan cuenta, en muchas ocasiones, que el nacionalcatolicismo, ese error, comprensible en cierto modo, de la Iglesia, ha quedado asociado a una dictadura repudiable. Intentar recomponer errores, que no son defendidos y sí repudiados por la Doctrina posterior al Concilio Vaticano II, tampoco es un camino cristiano. Ni filofranquismo católico, ni filoateismo masónico. Se resignifica lo que tiene significado y no religioso precisamente

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