Salvo la fe no piensen que quien esto escribe es capaz de responder a la cuestión planteada. Sí puede hacerlo quien hace unos pocos días estuvo en audiencia privada con el romano pontífice, León XIV, el cardenal Robert Sarah. Es de suponer que no le haría entrega de un ejemplar de su último libro, pues podría aparentar cierta soberbia, aunque le hizo entrega de la mano de la Hermandad de Triana de un hermoso cuadro del excelente pintor de arte sacro Raúl Berzosa, «Santa Ana y la Virgen niña». Del último libro del cardenal ¿Dios existe?, publicado por Ediciones Palabra sí hay que hablar más que de arte sacro, ante este sólo queda epatarse por su belleza.

El Cardenal Sarah vuelve a retomar ese estilo que tanto le gusta de pregunta-respuesta larga ante el editor/entrevistador David Cantagalli. Como los libros anteriores Sarah utiliza todo su conocimiento, toda su experiencia y todo aquello que le viene inspirado de arriba para responder a cuestiones ciertamente directas y concretas. Quien haya leído sus anteriores obras (especialmente Se hace tarde y anochece o Catecismo de la vida espiritual, también publicadas por Palabra) podrá comprobar que existe una continuidad, no sólo de estilo sino de pensamiento. Retoma viejos temas, temas eternos se puede decir, pero siempre deja la sensación de haber aprendido algo, de llevarse algo a la almohada, de llenar su espíritu, de estar ante algo inspirado por la Gracia. Quienes no lo hayan leído con anterioridad seguro quedarán impactados por la franqueza en que se expresa, las vías que aporta y la sencillez de su ser. Y, por supuesto, por las respuestas que sirven a todo cristiano, en especial los católicos, y todo aquel que sin creer firmemente intenta actuar «como si Dios existiese».

Como pueden suponer, siendo cardenal católico, la respuesta a la pregunta del libro es afirmativa Los malévolos dirán que no querrá que se les cierren el chiringuito, los creyentes igual no se acercan por ser algo connatural a ellos pero ¿realmente están tan seguros? ¿Podrían dar una respuesta más allá de la propia fe —que no deja de ser una respuesta, incluso vital—? Sarah se arriesga a ello de una forma completamente convincente. No rehúye el debate con todos aquellos que afirman «Dios ha muerto», afirmación que según el cardenal esconde una acusación, no contra Dios sino contra el mismo ser humano. Al final la frase no es más que «una cómoda manera de justificar la negación de la fe en Él» (p. 32). Esa muerte ha llevado a occidente a organizarse sin Dios y por ello toda la sociedad se ve abandonada a «las llamativas luces de la sociedad de consumo, del beneficio a toda costa y del individualismo frenético […] es un mundo de tinieblas, mentiras y egoísmo» (pp. 34 y 35). De ahí que no quede más remedio que insistir en que la esperanza tiene el nombre de Jesucristo.

Esa esperanza debe ser obra de todo católico-cristiano. No es propaganda sino «revelar y comunicar una vida» mediante el ejemplo, las obras en términos clásicos, y la palabra, porque «todo lo que hacemos, incluidas nuestras capacidades y energías para anunciar el Evangelio, son dones de Dios» (p. 48). Nada mejor que demostrar la existencia mediante la vida cristiana de cada creyente, llegando al martirio si fuese necesario. Para que esta vida sea realmente cristiana se exige del creyente la disposición a la escucha, algo que hay que entrenar pues existen numerosas distracciones, sugestiones y reclamos por parte de la sociedad, de ahí que los retiros o la toma de conciencia de la vida monástica (silencio y oración) sea algo fundamental. Si la presencia de Dios es latente hay que saber sacarla y por ello vuelve Sarah a su predilección por lo monástico como método.

La escucha, la oración o el silencio son ayudas para llevar esa vida cristiana que no sólo es el camino adecuado de cada persona sino que es el mejor testimonio que se puede dar al otro, la mejor forma de hacerle entender al otro que sí que Dios existe, de ahí que «quien hace esta entrega total de sí es reconocible, porque su interés no termina en efectuar este o aquel detalle, sino en que Cristo sea conocido y amado» (p. 69). Paradójicamente, expresa algo que hoy se puede ver por todos sitios «al olvido de Dios siempre le siguen crímenes contra el hombre». Frente a la creencia elevan la pura razón desconociendo que, al final del camino, la razón, que no deja de estar informada por Dios, no permite llegar al conocimiento a lo que hay más allá, salvo que se crea en la Encarnación, pero deja la duda permanente salvo que hay prejuicios de por medio.

En el plano de las críticas a la Iglesia y de la necesidad de acción de la misma, algunos han pedido una vuelta a la iglesia de los orígenes, muy típico de los promotores que no querrían la existencia de ésta o de quienes desean tomar el poder de la misma para fines privativos. Esto no deja de ser una idea espiritualista, gnóstica, fuera de lo que la Iglesia ha sido, es y será. Una Iglesia que «no puede dejar de emplear los instrumentos que son propios del hombre, no diría yo del mundo. Al hacerlo, la Iglesia recuerda siempre que los instrumentos siguen siendo instrumentos y que su empleo nunca justificará el fin, si este es ajeno a los efectos que puede provocar» (p. 203). Una Iglesia que debe seguir siendo pastora porque el ser humano se ve confrontado por culturas que fuerzan a su voluntad; una Iglesia que debe ayudar al fiel para conocer la Verdad, algo que no se puede desligar del magisterio papal y la comunión de los obispos con él. Comunión que se ve realizada en la Eucaristía —tema en el que ha sido menos incisivo que en otros libros—.

En ese Magisterio no sólo queda reflejada la Fe sino que también sus derivadas, como la ley moral, la cual no son sólo prescripciones y obligaciones sino que «expresa la dinámica de una adhesión: es una relación, la relación con Quién o con lo que justifica mi estar en el mundo. La remoción de la relación con el Transcendente lleva necesariamente a enfatizar lo inmanente, el hacer sobre el ser. […] Y sin el horizonte del Transcendente, los bienes inmanentes parecen los únicos posibles e incluso más valiosos, y se origina una guerra infinita por su posesión» (p. 231). La moral cristiana no deja de ser un buen espantasuegras contra aquellas ideologías egocéntricas y clasificadoras. Sin el otro mediante el Otro no hay vida posible viene a decir Sarah. De ahí que la Iglesia desee el «progreso» siempre y cuando sea un progreso social y moral que no atente contra el ser humano.

Llegados aquí ustedes dirán «¡Oiga, la respuesta a la pregunta no ha aparecido!». Cierto. ¿La ofrece el cardenal Robert Sarah? Eso tendrán ustedes que verificarlo por sí mismos leyendo el libro. Lo expuesto no es más que aperitivo, un abrir de boca para todos aquellos que tengan hambre de Verdad. El resto mérito del cardenal y de Aquel que guía los pasos.

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