Escribí este pequeño relato hace más de un mes, porque lo viví más allá de la prensa, más de cerca, en una frutería en la que los del barrio intentaban desdramatizar y comprender, incapaces de entender que su vecino había matado a su mujer en un acto de violencia de género, y no en un arrebato inocuo. Y la reacción de sus vecinos fue algo que realmente me impactó, porque también forma parte del problema.
Pero, en realidad, poco importa que lo escribiera hace un mes. Cada mes, cada semana, tengo oportunidad de darle vida a este relato en distintos escenarios, porque se repite una y otra vez. Esta semana ha tocado en Usera. Dentro de una semana ocurriría en algún otro lugar, sin que haya cambiado nada. Se repite hasta la saciedad, como un deja vu de matrix, señalando un error del sistema. Podrían reciclarse las noticias, y utilizar cada vez el mismo titular, porque todas estas muertes comparten patrones, un mismo origen, una misma causa sistémica en común y los mismos protagonistas: una mujer muerta, una pareja, un cuchillo sujetado por él. Pero no es la misma muerte repetida hasta el infinito, no es Bill Murray en el día de la marmota. Cada titular es una mujer. Cada telediario, una persona única e irrepetible, alguien con sueños, talentos, amigos, familia, pasado, aunque no futuro, ya no.
Y, aún así, todavía me sorprendo de encontrar a personas que no entienden que estos asesinatos no pertenecen al ámbito privado, ni tienen justificación o explicación en la individualidad de cada pareja, sino que corresponden a la esfera pública, como parte de un problema enraizado en la sociedad y respecto al cual la sociedad tiene responsabilidades.
Aún tenía el cuchillo en la mano cuando la guardia civil llegó. Nadie podía esperar que algo así hubiera ocurrido. Incomprensible. Estaba en boca de todos, que algo habría hecho ella, que no había denuncia previa, y que además él siempre había sido amable. ¡Cómo le pondría la cabeza al pobre hombre para querer matarla! No, no podía haber sido premeditado. Él estaba deprimido. Habrían discutido, ya sabemos como son las mujeres cuando discuten. Un crimen pasional, una cosa de parejas en la que no debemos meternos. Y fíjate, la vida destrozada por un acaloramiento. Ahora él estaría hasta que se hiciera viejo en la cárcel. Estaba en boca de todos, que era muy buen chico.
¿Y ella? Ella ya no respiraba. Su futuro había sido borrado. Ahora estaba enterrada, deshaciéndose lentamente, convirtiéndose en tierra, en una cifra más de las estadísticas, en una foto y un nombre escritos en una lápida entre miles. Pero hubo un día en que amó, tuvo sueños, ilusiones.
Fue Tendring Topic, salió en todos los medios. Su muerte corrió como la pólvora, y estuvo en boca de todos en el pueblo. Pero ya pasó, ya se olvidó.
Cuando las cifras son tan ingentes, tan escandalosas, se acumulan hasta dejar de importar. Como una bandeja llena de demasiados correos electrónicos. Sólo de cerca nos horrorizan, nos impactan. Mientras sean una cifra más de miles carecen de la fuerza necesaria para hacernos reaccionar. Un refugiado más, un refugiado menos, poco importa. Nos escandaliza, nos sorprende, nos inquieta. Flota en el ambiente hasta que una nueva noticia lo sustituye. Aún así, ante una realidad tan innegable como la de estos asesinatos, seguimos sin ver el machismo. Seguimos hablando de denuncias falsas, de feministas exageradas. Seguimos pensando que no hay violadores, que nuestros actos no forman parte del problema, que un chiste es un chiste y un piropo es un piropo. Seguimos creyendo que la violencia machista es algo que ocurre en una realidad paralela, donde viven los presentadores de los telediarios o donde mueren refugiados y ocurren las guerras.
Fijaos en él, un hombre cualquiera. Él no era un psicópata, ni un sociópata, ni un violento, sólo un hombre normal. Alguien con una mujer, quizás hijos, un trabajo y compañeros; Compañeros que han despertado descubriendo que esa persona con la que trabajaban ha matado a su mujer. Esa persona a la que dejaron dinero, o que les prestó dinero, con la que iban a cenar en unos días, o con la que hacía unos días habían compartido una cerveza. Porque ha matado, ha asesinado, pero, todos lo comentan, era un buen chico.
Cuando los buenos chicos matan, es que algo en la sociedad no funciona.
Los chicos buenos no son buenos si agarran un arma para matar, son malas bestias. Asesinos con el privilegio de ser justificados y tolerados por la sociedad…