El Tribunal Constitucional, sin quererlo o al menos no con ese propósito, ha sentado una nueva doctrina sobre el delito de prevaricación judicial que se ha distanciado mucho de la que tradicionalmente había mantenido el Tribunal Supremo en casos anteriores, pero que es más acorde con los nuevos tiempos.
Esta nueva doctrina del Tribunal de Garantías es ahora más compatible con los postulados de la Unión Europea acerca de la lucha contra la corrupción, y la protección que los Estados miembros deben dispensar a los denunciantes de irregularidades, más conocidos en el mundo anglosajón como “whistleblower”.
En su sentencia de 17 de octubre de 2016, dictada en el asunto del ex juez Francisco Serrano, el Tribunal Constitucional anuló la sentencia del Tribunal Supremo, por infringir el artículo 24 de la Carta Magna, y confirmaba en cambio la constitucionalidad de la doctrina recogida en la sentencia de instancia, dictada por el TSJ. de Andalucía.
Esta nueva doctrina, en definitiva, lo que defiende es que el delito de prevaricación judicial dolosa solo debe aplicarse en el supuesto en el que se acredite un “acuerdo de voluntades”, entre el juez al que se le reproche la prevaricación y el beneficiario de la misma. Esto es, solo habría prevaricación judicial dolosa si se demuestra que al mismo tiempo existe una inducción a la prevaricación, o si se prefiere, un concurso real de delitos entre la prevaricación judicial y el tráfico de influencias, o cualquier otro delito ligado a la corrupción.
De esta manera, es evidente que la interpretación restrictiva sobre el delito de prevaricación dolosa, que avala el Tribunal Constitucional, debe estar ligada más que nunca a la demostración palpable de que el juez que prevarica lo hace porque se ha dejado llevar por el ánimo de corromperse.
Sin corrupción del juez no debería existir el delito de prevaricación judicial dolosa. No tiene sentido que alguien prevarique para nada, sin un beneficiario claro de la prevaricación con el que se ponga de acuerdo.
Menos sentido tiene que la imputación a jueces por el delito de prevaricación pueda hacerla quien al final resulta ser el verdadero sospechoso de participar en la corrupción. La lucha contra la corrupción es algo muy serio, en la que deben involucrarse abiertamente todos los organismos públicos de cada uno de los Estados miembros de la Unión Europea.
No se debe permitir que en España el Tribunal Supremo de nuestra nación siga yendo a contracorriente, y continúe castigando, bajo meras sospechas inducidas muchas veces por los mismos corruptos, a los jueces que investigan y denuncian la corrupción.
La lucha contra la corrupción en España debe ir cogida de la mano de la nueva doctrina amparada por el Tribunal Constitucional sobre el delito de prevaricación judicial.
No debemos permitir que en nuestro país sigan inhabilitados aquellos jueces que destacándose por su lucha implacable contra la corrupción, sin embargo fueron condenados por el incumplimiento de meras formalidades, sin prueba alguna de que existiera en ellos la intención de corromperse.
El Gobierno de España, si quiere comprometerse con la lucha contra la corrupción que impera en el resto de Europa, debe promover el indulto de todos estos jueces y magistrados injustamente condenados por el delito de prevaricación judicial, permitiendo su rehabilitación.
Es insoportable el agravio comparativo que se ha producido en nuestro país después de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional, donde solo el juezSerrano ha conseguido la exculpación por el delito de prevaricación dolosa.
Un claro ejemplo de esta falta absoluta de equidad es la condena del ex juez Baltasar Garzón a 11 años de inhabilitación, que no ha sido revisada a pesar de su declarada lucha contra la corrupción en el caso “Gürtel”.
Pero quizás el caso más sangrante por su absoluta falta de equidad es la del juez Presencia, condenado a 20 años de inhabilitación en dos condenas sucesivas –la mayor condena impuesta a un juez en toda la historia de España–, donde el “denunciante” en ambos casos era curiosamente el propio sospechoso de corrupción, que sin embargo no ha sido condenado.
Lo más sorprendente de todo es que las condenas del juez Presencia se han producido después, y en contra, de la nueva doctrina del Tribunal Constitucional.
Todo esto genera una inseguridad enorme y desproporcionada para el ciudadano de cara a la justicia por culpa de la permanente pelea entre los distintos estamentos que intervienen en este decisivo poder de la democracia.
Qué duda cabe que la revolución pendiente en nuestra sociedad es la de la justicia, y el único responsable de llevarla a la práctica y de asumir la responsabilidad por no hacerlo es el Gobierno de la Nación, que no quiere emprender una reforma en profundidad de un sistema judicial servil y obsoleto porque sencillamente le favorece, no sólo en términos personales, evidentemente, sino ideológicos en temas como la violencia de género, el aborto, la corrupción, los nacionalismos y otros.