Alguien que tiene calles, nombres de Hospitales, o plazas por toda España es que algo bueno debió hacer. Más en un país tan cainita como el nuestro. Casi todo el mundo le recordará como el ministro del gobierno socialista que universalizó la Sanidad en España, e impulsó la construcción de centros sanitarios y médicos en una España que comenzaba a progresar en la senda de la Modernidad. Ese fue su gran logro político a nivel de gestión, sin duda. Por ello mucha gente le recuerda. Pero Ernest Lluch fue más que todo eso, mucho más.
Recuerdo estar el Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM el día que unos bárbaros le asesinaron con un tiro por la espalda. Siempre por la espalda como hacen los cobardes. Recuerdo que había presentado mi segundo capítulo de tesis doctoral a mi director y que al salir con las correcciones me encontré con Julián Santamaría y Jorge Verstrynge, quienes apabullados comentaban la salvajada que se había cometido. Al acercarme y verles con los ojos medio llorosos me temí lo peor. Así era, me confirmaron que ETA había asesinado a Lluch. Me dolió y mucho porque tenía catalogado al socialista catalán como una buena persona y muy dialogante.
Durante la comida, con Narciso Pizarro, el típico alboroto de la cafetería ese día se había transformado en un menudo tintineo de cubiertos, apenas perceptibles. Las grandes voces y conversaciones profundas ese día dejaban paso al lamento profundo de los corazones de cualquiera de los demócratas que allí comían. No podía ser. Ningún asesinato de ETA ha significado más o menos, pese a lo que nos quieran hacer ver las gente