Según cifras oficiales, desde principios de año, 45 mujeres y siete menores (hijos/as de la mujer con edades comprendidas entre los ocho meses y los 12 años) han sido asesinados en un contexto de violencia de pareja, cifra a la que podrían llegar a añadirse otros tres casos “en proceso de investigación”. A falta de algo más de un mes para que termine el año, son 52 víctimas mortales frente a las 45 de 2016 (44 mujeres y un menor). En el caso de los siete menores asesinados, estamos ante la cifra anual más alta de toda la serie histórica.
Los dos últimos casos conocidos en este mismo mes de noviembre son el de Jessica Bravo, asesinada por su expareja, que después se suicidó, de cinco disparos a las puertas del colegio en presencia del hijo común y el asesinato de la niña de dos años en Alzira, cuya madre ha declarado que sufría malos tratos y amenazas desde que le pidió el divorcio a su agresor.
Son los dos últimos casos de entre las casi 1.100 mujeres asesinadas por su pareja o expareja y un número indeterminado de menores (ni siquiera contamos con cifras estadísticamente fiables al respecto) desde el año 2000. Y lo cierto es que el sistema actual ha demostrado sobradamente su limitada capacidad para predecir y prevenir adecuadamente estos comportamientos. A mi juicio estas serían las principales razones:
En primer lugar, necesitamos un modelo que, a diferencia del actual, no haga depender la protección de la mujer –que sabemos (o podemos saber) que se encuentra en situaciones de elevado riesgo– de la previa presentación de denuncia. El porcentaje de denuncias de las mujeres que han sido asesinadas en contextos de pareja o expareja en los últimos años registra guarismos singularmente bajos (entre un 15 y un 20%). Las víctimas, especialmente en los casos más graves (arraigo de la relación de dominio y control abusivo), generalmente no se encuentran en condiciones de denunciar y, por diversas razones, tampoco funcionan los mecanismos de denuncia paralelos que pueden ser ejercitados por terceros.
Uno de los objetivos del sistema de protección debe ser la consecución de tasas muy superiores de denuncia. Sin embargo, tal objetivo no se va a conseguir a corto plazo y tampoco se debe presionar de forma extrema a la víctima a presentar dicha denuncia mientras no se den las condiciones adecuadas para ello, en especial las relativas a su seguridad personal.
Las limitaciones constitucionales impiden, si no hay denuncia, cualquier tipo de medida restrictiva (prisión provisional, orden de alejamiento, etc.) sobre el supuesto agresor, pero en absoluto imposibilitan la protección de la mujer, cuya situación de máximo riesgo ha sido identificada, lo que no es en absoluto infrecuente.
Ahora bien, para que este modelo funcione resulta imprescindible, en segundo lugar, contar con un sistema verdaderamente eficaz de detección, valoración y gestión del riesgo. Hemos visto que la inmensa mayoría de las mujeres que son y serán asesinadas en este contexto ni denuncian ni llegarán nunca a denunciar. Las pocas que sí lo hacen, como Jessica Bravo, sólo a veces, son sometidas a un proceso de valoración del riesgo. Sin embargo, los vigentes sistemas de valoración (VPR) han demostrado su ineficacia en la identificación de riesgos de feminicidio. Según el Informe sobre víctimas mortales de la Violencia de Género y de la Violencia Doméstica en el ámbito de la pareja o ex pareja en 2014 (publicado el 8 de noviembre de 2016), sólo 18 de las 54 mujeres asesinadas en el año 2014, o bien habían formulado previamente denuncia contra su agresor o bien existían respecto a las mismas antecedentes judiciales de violencia de género (33,3%). De esas 18 mujeres, únicamente a nueve se les realizó una valoración policial del riesgo (VPR) (16,6% sobre el total). La mayor parte de las valoraciones dieron un resultado de riesgo “No Apreciado” (+/-60%) y ni una sola de riesgo “Extremo” (0%), siendo esta última la única que, como ya se apuntó, posibilita la adopción de medidas de protección física personal directa sobre la víctima.
En el año 2013 del total de asesinadas (52) sólo a cuatro se les había realizado la VPR y a ninguna se le atribuyó riesgo extremo y tampoco alto. Del mismo modo, en el año 2012 del total de mujeres asesinadas (49), únicamente a cinco se les había realizado la VPR y, de ellas, sólo una se identificó con riesgo alto y ninguna con riesgo extremo. Los feminicidas, reales y potenciales, presentan características parcialmente diferenciadas respecto al resto de maltratadores, que deben permitir mejorar sensiblemente los ratios de identificación, a través de métodos de valoración construidos en términos cualitativos (y no sólo cuantitativos como los actuales) para, a partir de ahí, establecer estrategias específicas diferenciadas de protección a la víctima.
En tercer lugar, ante determinados perfiles de maltratadores, es preciso elaborar programas para una correcta gestión del riesgo en procesos de ruptura de la relación a instancias de la mujer maltratada. En la primera toma de datos relevante que se llevó a cabo en España tras cada feminicidio (por parte del Centro Reina Sofía para el Estudio de la violencia sobre la mujer) desde el año 2000 y hasta su desaparición en octubre de 2011, ya se detectaba un factor concurrente que sobresalía por encima de los demás: el elevado número de supuestos en los que constaba que víctima y agresor estaban “en trámites de separación”, exactamente igual que en el caso de Jessica Bravo y la niña de Alzira.
Los datos relativos a dicho indicador pueden hoy actualizarse utilizando datos del Portal Estadístico de la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género. Pues bien, examinado el periodo 2003-2017 el porcentaje de supuestos en que víctima y agresor se encontraban en fase de ruptura (conocida) es de aproximadamente un 40%. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la referencia a “en trámites de separación” o “fase de separación” sólo parece predicable de aquellos casos en los que existía un previo vínculo matrimonial. Además, en muchas ocasiones, la decisión de ruptura no ha transcendido, y por ello no consta en las estadísticas, por lo que en realidad esta cifra es muy superior.
Una vez que conocemos que el proceso o decisión de ruptura en determinado tipo de relaciones de dominio es un factor de máximo riesgo, las potenciales víctimas deben contar con opciones específicas de protección, llegando en determinados casos, a la protección física personal. Además, es precisa la construcción de canales para trasladar adecuadamente esta información a las potenciales víctimas y a la sociedad en general, de cara a conseguir que las mujeres que, en este contexto de violencia, han iniciado o decidido iniciar un proceso de ruptura, no aceptada por el agresor, sean conscientes de la situación de riesgo en que se pueden encontrar, a fin de adoptar también las medidas adecuadas de autoprotección.
Para terminar de enfocar el fenómeno analizado, en cuarto lugar, no podemos seguir sustentando gran parte del modelo de protección en el endurecimiento de las penas, bajo la idea –errónea– de que todos los seres humanos somos motivables por la amenaza penal, pues frente a determinados perfiles de agresores dicho mecanismo no funciona. Hoy puede afirmarse que los feminicidios de pareja o expareja se corresponden en su inmensa mayoría con un perfil determinado de autor, una de cuyas características es precisamente que no se activa el factor motivador esperado, derivado de la amenaza penal. Dicha afirmación puede ser constada por varias vías, pero sin duda la más relevante parte del análisis retrospectivo del propio comportamiento de estos sujetos, tras acabar con la vida de su pareja o expareja. En particular, más de un 30% de ellos (en el último periodo esa cifra se aproxima ya al 40%) se suicidan o lo intentan. Además sabemos que, por lo general, el feminicidio y el propio suicidio se planean previamente como un solo acto; no se trata –salvo excepciones– de una decisión de homicidio que da lugar a una (posterior) decisión de suicidio, como dos hechos distintos; por el contrario, ambas conductas, homicidio y posterior suicidio, por lo general, obedecen, como decimos, a un plan común, en cuya ejecución apenas se aprecian rasgos de improvisación. Pero además, la inmensa mayoría de los restantes feminicidas (los que no se suicidan ni lo intentan) se entregan inmediatamente a las autoridades policiales o esperan a ser detenidos sin oposición. Aceptan, en definitiva, la respuesta penal (sea cual sea) que prevea el sistema para ellos, porque la resolución traumática de su conflicto está muy por encima de todo lo demás.
En definitiva, las medidas penales y procesales previstas (incluido el alejamiento y control del agresor) revisten escasa utilidad como mecanismos de control de estos comportamientos. Frente a estos perfiles es preciso recurrir a otras fórmulas, en las que con frecuencia resultará imprescindible la protección física directa de la víctima, al menos de manera temporal. Sin embargo, ello sólo será posible en un número limitado de supuestos, por lo que a su vez resulta ineludible la configuración de mecanismos de detección del maltrato y evaluación de riesgo que, como apuntamos, necesariamente deben tener estrechos márgenes de error.