Da igual el género, el color de su partido o su ideología, aquellos y aquellas que ocupan las presidencias de las comunidades autónomas dañan los últimos minutos del año que se va cada final de año. Bastante incomprensible es, salvo por una reminiscencia franquista, el discurso de Felipe de Borbón en Nochebuena, una persona que nada aporta a España como sociedad, como para justificar los discursos de dirigentes políticos regionales. Todos saben que el discurso del Borbón, al fin y al cabo, está controlado por el Gobierno de turno y sirve para justificar una monarquía caduca y corrompida hasta las entrañas por su ineficacia política, social e histórica, cuyos miembros tratan a la ciudadanía española como súbditos. Pero ¿qué justificación tienen las presidencias regionales?
Evidentemente no son más que canales de propaganda, además, utilizando los medios a su disposición y control. Una propaganda que, ni en días de asueto, dejan de transmitir por las ondas. Es el momento estelar de personas cuya función en la vida política no es aparecer en la televisión para magullar el yantar sino para ejercer el poder cumpliendo su programa electoral. No hace falta que no cuenten qué van a hacer. Eso ya lo sabía la ciudadanía al votarles. Cumplan con lo prometido y representen la soberanía popular en el poder y en las respectivas cámaras, no se permitan la frivolidad de molestar desde las pantallas a la ciudadanía, una vez más se podría añadir.
Pero no pueden. Sus propios egos les pueden. Se han creído el personaje. Y ¿Cuál es ese personaje? El de barón o baronesa de una región. Acaban tratando como súbditos a los ciudadanos y ciudadanos de sus respectivas regiones. Creen que por ocupar una presidencia ya tienen la auctoritas necesaria para aparecer en la televisión y martirizar a las buenas personas que habitan España.
Sólo vean el ejemplo de lo afirmado por Emiliano García Page en su discurso: “Por eso, desde Castilla-La Mancha, una región que es consecuencia del 78, que es consecuencia del Estado autonómico, quiero decir con mucha tranquilidad, pero también con mucha firmeza que aquí, como presidente de esta tierra y como representante del Rey en Castilla-La Mancha, no voy a estar de brazos cruzados”. No son representantes de la ciudadanía que los ha elegido. Parecen no creer en la democracia representativa sino en el vasallaje medieval. ¿Cómo se puede decir tremenda estupidez en el siglo XXI y más siendo socialista?
El juego simbólico del poder.
Lo manifestado por el presidente de Castilla La Mancha no deja de ser parte de ese juego simbólico que recubre la política desde que el primer hombre (porque fue hombre) se hizo con el poder de una tribu en base a supuestos mitológicos. Y a esto juegan los señores y señoras de las distintas regiones, incluidos Puigdemont o Urkullu. Franco, Juan Carlos de Borbón y su hijo el “bien preparado” al fin y al cabo, junto al simbolismo de tener el poder por mandato divino (aunque lo oculten bajo supuestos constitucionales), están adoctrinando a las masas, mientras catan un vino que les puede haber supuesto un sacrificio económico enorme, para seguir la perpetuación del poder por la sangre. Pero los barones y baronesas regionales juegan a otra cosa.
Por ejemplo, la elección simbólica de Susana Díaz, muy cercana a su intención de ser el Califa en lugar del Califa, de uno de los centros antiguos del poder en Al-Andalus (que eso de la Baetica romana no les cuadra tanto y menos el reino de Tartessos), no es más que la demostración de esos juegos simbólicos. O el traje rojo sobe blanco de Cristina Cifuentes para simbolizar la bandera (inventada) de la Comunidad de Madrid. Todo ello incita a activar ciertas partes del inconsciente colectivo que, por medio de mensajes subliminales anteriores, generan la imagen de personas que están por encima del común de los mortales. Las máscaras del poder para marcar claramente, aunque de manera sibilina, quién manda y a quién hay que obedecer.
Por eso continúan los presidentes y presidentas autonómicas amargando las fiestas navideñas a la pobre ciudadanía, para simbolizar quienes mandan. Y también para dejar ver que son ellos y ellas algo más que simples representantes de las partes regionales de España. Si Urkullu y Puigdemont se ven a sí mismos como presidentes de repúblicas deseadas, los demás se ven como los “verdaderos” representantes de la soberanía nacional (sí nacional y no popular). Las personas que están en el Congreso de los diputados y diputadas son políticos menores en este juego simbólico. Baronesas y barones, sin embargo, encarnan los verdaderos valores de la nación por estar más cerca del terruño.
Así siguen dando esos discursos “sobrantes” a imitación del jefe del Estado. Está el monarca (impuesto) y luego ellos. Ni Rajoy, Sánchez o Iglesias. Ellos y ellas son más y mediante esos discursos lo demuestran. Es más, se permiten el lujo de hablar sobre la actualidad estatal, a veces de manera más enfática que de sus regiones. Eso sí, su tierra, sus gentes son lo primero para ellas y ellos. Regionalismo barato y negación de la soberanía popular que reside en diputadas y diputados, senadores y senadoras. Esos, según muestran simbólicamente, no son más que delegados. Ellos y ellas sí tienen poder (que lo tienen, eso sí) y por ello son mejores.
No deja de ser una visión medievalista de la vida política. Un regionalismo barato. Y una negación de los principios básicos de la democracia liberal representativa. Y no precisamente para avanzar hacia una democracia más verdadera, más democrática, sino para fortalecer un poder regionalista y arcaico. No entienden que a ellos y ellas les han elegido para gobernar una parte y sólo una parte de España. Ni un milímetro más allá de la linde. Y que su soberanía reside en sus ciudadanos, no en una especie de subyugación cívica de la ciudadanía para generar un vasallaje democrático. Y por tanto, las cosas de nivel estatal son de la soberanía popular de las españolas y españoles todos. Así, ellos y ellas, barones y baronesas, están por debajo de esa soberanía. Son un sumatorio más de esa voluntad popular. Nada más.
Pero eso difícil que lo puedan entender ellos y ellas. Como también les pasa a numerosos alcaldes y alcaldesas. Ellos y ellas no son parte de la soberanía por ser cargos, sino por ciudadanos, ni tienen más fuerza que defender los derechos propios. En España, país que tuvo poco medievalismo a consecuencia de la reconquista, que ahora quieran repetirse los ducados, baronías o marquesados a nivel político es cuando menos paradójico. No estaría mal que la población de cada región pidiese mediante una Iniciativa Legislativa Popular el cese de estos discursos. No sólo por el mal gusto político, sino también para que dejen de creerse lo que no son. Y que dejen de tratar a la ciudadanía como súbditos. Sin menos simbolismos igual se dedican a lo que deben dedicarse.