La Iglesia Católica no lo puede evitar, es una institución absolutamente patriarcal que deja a la mujer en un papel secundario, tanto en el ámbito interno —no hay más que comprobar las funciones que realizan las religiosas, siempre en función de servicio a sus jerarcas superiores— como en el papel que le da en la sociedad. Las declaraciones del Papa Francisco en las que afirmó que «la mujer es la imagen de la Iglesia es esposa, madre» no es más que la confirmación de que, a pesar del carácter más progresista que el Papa argentino ha querido dar a la institución, la posición respecto a la revolución de la mujer sigue siendo la misma: su papel está en el servicio al hombre.
A lo largo de la historia de la Iglesia vemos cómo el sexo femenino ha sido tratado con displicencia e imposición de prohibiciones. Durante muchos siglos la mujer era considerada por la Iglesia como «ritualmente impura» y por ello, por ser una criatura impura, no se le podían encomendar las realidades sagradas de Dios. En los primeros siglos del cristianismo y a causa de que aún se mantenían algunos aspectos de la tradición rabínica se separaba a la mujer de la religión durante los días de la menstruación o durante la cuarentena post-parto ya que esos periodos eran considerados impuros. Los primeros grandes teólogos o los Padres Latinos (Tertuliano, San Jerónimo o San Agustín) introdujeron en la moral cristiana el estigma de la corrupción natural de la mujer y de la sexualidad como transmisora del pecado. En los siglos V y VI se prohibió a las mujeres que fueran ordenadas diáconos porque la menstruación las hacía impuras de cara a Dios. En el siglo VII se prohibió a las mujeres menstruantes recibir cualquier sacramento y la entrada en los templos, al igual que durante los 40 días posteriores al parto. En el siglo IX en obispo Teodolfo de Orleans prohibió a las mujeres entrar en los templos porque «las mujeres deben recordad su enfermedad y la inferioridad de su sexo; por tanto, deben tener miedo a tocar cualquier cosa sagrada que está en el ministerio de la Iglesia».
En la Edad Media las prohibiciones siguieron haciendo mucho hincapié en la impureza de la mujer que, finalmente, entró en el Corpus Iuris Canonici, el Código Canónico que estuvo vigente hasta el siglo XX (1916). A la mujer no se la permitía distribuir la comunión, enseñar en la iglesia ni bautizar, tocar los vasos sagrados o las vestimentas rituales. También se les prohibía recibir la comunión mientras estaban menstruando o llevar puesto un velo que apartara a la forma sagrada de su natural impureza.
En la reforma del Código Canónico de 1917 las mujeres eran la última opción como ministras del bautismo, no podía ser servidoras en el altar, debían cubrirse la cabeza para entrar en cualquier templo, se las prohibía predicar en la iglesia y no podían leer las Sagradas Escrituras. Se recalcaba, igualmente, que una mujer no podía ser ordenada sacerdote. Todas estas prohibiciones y limitaciones respecto al género masculino seguían determinadas por el hecho de que la mujer fuera un ser impuro. Incluso se prohibía cantar a las mujeres.
Este Código Canónico estuvo vigente hasta el año 1983 y, paradójicamente, fue reformado durante el papado de uno de los pontífices más reaccionarios de los últimos siglos, el Papa polaco Karol Wojtyla. En este nuevo Código Canónico levantó algunos de los cánones que dejaban a la mujer como un mero objeto al servicio del hombre. Se las permite leer las Sagradas Escrituras durante la liturgia, servir en el altar, liderar grupos litúrgicos, distribuir la comunión o ser ministras del bautismo. Sin embargo, se mantiene la prohibición de la ordenación sacerdotal para las mujeres y reserva en exclusiva el lectorado y el ministerio acólito a los hombres.