El sector financiero de la Eurozona y, especialmente, la banca española, están sometidos a elementos muy negativos que de forma periódica desde el estallido de la crisis financiera en 2008 —hace más de una década— ponen en duda su viabilidad en el largo plazo. Desde entonces, los bancos sufren el embate de una serie de condiciones y circunstancias adversas, como si de una tormenta perfecta se tratase.
Cuando en 2007 y 2008 algunas pequeñas entidades norteamericanas quebraron como consecuencia de la crisis de las hipotecas subprime, muchos expertos afirmaron que se trataba de un fenómeno aislado con un bajo riesgo de contagio a los grandes bancos americanos e internacionales.
Sin embargo, cuando en septiembre de 2008, Lehman Brothers colapsó, el contagio al sistema financiero mundial fue inmediato y los efectos devastadores de ese terremoto se prolongan aún hasta nuestros días. A través de sofisticados mecanismos de generación y distribución, una hipoteca concedida en Alabama a una familia de escasos recursos, se transformaba en un activo financiero integrado en un fondo de inversión —un ABS “asset backed securities” o “titulizaciones hipotecarias”— que podía estar en la cartera de cualquier inversor del mundo.
Ese efecto destructivo de las hipotecas subprime contagió a la economía global y dio el verdadero poder sobre el sistema financiero, por vez primera desde la crisis del 29 a los supervisores globales, a la FED norteamericana, al BCE europeo, al Banco de Japón y al Banco de Inglaterra.
Loa años felices de la liquidez inagotable, del crédito barato y de la expansión económica sin freno quedaron atrás, probablemente para siempre, y ahora toca a las entidades lidiar con una situación económica global muy compleja que tendrá que girar su cabeza a otras claves y, probablemente, a otras reglas y a otros actores para poder garantizar a los ciudadanos su bienestar económico y social —allí donde existe— o las vías para alcanzarlo —allí donde el bienestar es todavía una quimera.
En resumen, una vez la crisis financiera estalló furibunda, esa crisis se transformó en una crisis económica que afectó al comercio global desde 2008 hasta al menos 2012 y, a consecuencia de ella, desde 2011 en adelante se desarrolló una crisis de «deuda soberana» porque los Estados, que tenían crédito en el mercado, se lanzaron a emitir deuda pública sin freno para mitigar los efectos de la crisis económica: al caer la recaudación fiscal, los Estados tuvieron que endeudarse para poder sostener los servicios públicos esenciales.