Tras soportar largamente la enfermedad de Parkinson, Benedicto XVI ha fallecido en la ciudad de Roma. Lugar de donde fue su obispo durante ocho años, los que duró su papado, y donde estuvo trabajando durante más de tres décadas. Su renuncia por enfermedad sorprendió al mundo, más si cabe cuando su antecesor, san Juan Pablo II, aguantó hasta el final con todos sus achaques. Pero Benedicto XVI siempre tuvo cierta conciencia de ser un heredero de Pedro de transición. Su tiempo ha llegado a su fin dejando una estela amplia y soberbia. Porque no sólo ha muerto un papa sin Joseph Ratzinger, uno de los mayores pensadores del XX y parte del XXI.
Nacido en Marktl an Inn, Baviera, Alemania, el sábado santo de 1927, Joseph fue bautizado a las cuatro horas de nacer debido a la gran nevada que había caído. Sufrió el régimen nazi siendo casi un imberbe, siendo obligado a afiliarse a las Juventudes nazis junto a sus compañeros de seminario. No acudiría a ninguna reunión, ni recogería su carnet porque bastante sufrimiento era tener que apuntarse a una organización que detestaba como buen católico y por su padre un convencido antinazi.
Con 16 años poco podía hacer, en contraposición a personas más adultas que se rebelaron (por hablar del campo católico solamente) y lo pagaron con su vida. También fue obligado a alistarse (era eso o un tiro en la nuca en el momento del reclutamiento forzado) al ejército en los últimos compases de la guerra. No pegó ni un tiro pero fue preso en campo de concentración de las tropas estadounidenses.
Tras ser liberado retomó sus estudios en Freising. Su vocación de profesor le llevaría posteriormente a las universidades de Freising, Bonn, Ratisbona, Münster y Tubinga. Gran conocedor de la patrística siempre se decantó más por san Agustín que por santo Tomás (cabe recordar que este último era el modelo de los estudios de Teología), aunque su habilitación de cátedra versaría sobre la Revelación en san Buenaventura. Desde muy pronto se interesó por el personalismo como elemento epistemológico y filosófico, algo que compartiría con su gran amigo Juan Pablo II (verdadero experto en el tema), pero ello no es óbice para verse influido bastante por teólogos-filósofos como Congar, Bath, Rahner, De Lubac o Von Balthasar. Acudió al Concilio vaticano II como asesor y dejó una gratísima impresión como joven teólogo. Algunos, incluso, han querido ver su mano en algunas partes de Fides et spes. Junto a otros grandes teólogos y maestros fundó la revista Communio, verdadero centro del pensamiento católico.
Pablo VI sería quien le apartase, en cierto modo, de las aulas nombrándole obispo y cardenal de Múnich. Posteriormente Juan Pablo II, quien le apreciaba y estimaba su capacidad intelectual, le nombraría n 1981 como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes conocida como Inquisición (aunque no sea casi lo mismo pero es más comprensible para los legos). La elección del papa polaco no podría haber sido más acertada. Llevaba a Roma a un cardenal con unos conocimientos teológicos y eclesiológicos excepcionales, a lo que se sumaba su enorme carácter para el diálogo y el debate.
No sólo le servía para proteger la fe de ciertas desviaciones (los seguidores de Hans Kung o la Teología de la Liberación), sino que podía ayudar para expandir la misma por su capacidad intelectual, muy complementaría de la magnífica capacidad del pontífice polaco. Hasta su nombramiento como sucesor de Pedro se mantendría en ese puesto y suyo sería el último catecismo de la Iglesia católica. En todos esos años ayudó a clarificar la doctrina y jugó un papel fundamental con pensadores laicos y algún que otro hereje.
No existe teólogo que cite, de una u otra forma, algunos de los cientos de publicaciones de Joseph Ratzinger. En los últimos años se ha venido recuperando su primera gran obra, Introducción al cristianismo, ya que en ella, entre otras cuestiones, preveía lo que ha venido sucediendo en las sociedades occidentales y cómo ello haría sufrir a la Iglesia. Desde Alasdair MacIntyre hasta Rob Dreher son muchos los pensadores que han postulado el refugio en pequeñas comunidades, lo que se conoce como opción benedictina, para salvaguardar la Fe en estas sociedades secularizadas. En una novela reciente con tintes distópicos, Miguel Ángel Poblet (De bruces en el charco, Nuevo Inicio) utiliza mucho a Ratzinger en el desarrollo de la trama.
El proceso de secularización ha sido un lugar común en sus análisis (incluso en algunos eclesiológicos). Tanto desde un punto de vista católico, lógico y de esperar, como desde un punto de vista meramente democrático o civil. El ocultamiento o cancelación de la razón religiosa, al menos por sus connotaciones éticas, sólo puede ser origen de consecuencias negativas para la persona y las sociedades. El peligro de caer en el sincretismo new age, el generismo, la inculturación o el buenismo está ahí. Es un camino completamente abierto al relativismo y la perdida de la razón (en todas sus formas). Al final, como decía él, el peligro fáustico de que todo sea sentimiento. Por eso insistía Ratzinger que Fe y Razón estaban fuertemente vinculadas. Ambas por separado no ofrecían nada positivo, mientras que unidas procuraban el Bien al ser humano.
La conexión entre razón y fe es necesaria pues “están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente, se necesitan mutuamente y deben reconocerlo” (pp. 67 y 68, Dialéctica de la secularización, Ediciones Encuentro). De tal forma llegó a convencer al gran filósofo Jürgen Habermas de la necesidad de esa comunión, plasmada en la razón religiosa, que la acabaría incluyendo en su propio sistema filosófico. No puede haber ética, nos dice, ni moral puramente científica, se necesita algo más que la religión puede aportar.
Ese camino que aporta la religión supone dotar, entre otras cuestiones, a la libertad de sentido. Si no quiere ser mero nihilismo o libertinaje, la libertad necesita de la moral para poder ser plena. Existe un requerimiento entre ambas para que la persona pueda elevarse interiormente. Porque, continua Ratzinger, si se niega lo moral, la conciencia, se acaba negando al propio ser humano. La libertad, recordará, no existe sin sacrificio y renuncia, o lo que es lo mismo, sin tener claro que lo justo y lo bueno son complementos necesarios (p. 31, Verdad, valores, poder, Rialp).
A nivel sistémico el pensador alemán ha advertido en diversas ocasiones lo fundamental que es la razón religiosa para la democracia, si es que esta no quiere quedar completamente vacía (como sucede en la actualidad), nihilista y sin seres humanos libres. Cuando el relativismo campa a sus anchas el poder y el diablo sonríen porque la maldad acaba difuminándose. La verdad de la razón religiosa permite aclarar los valores fundamentales de la persona, especialmente de la dignidad, y permite a la verdad hacer posible la praxis correcta. Y así se podría seguir hablando de tantos temas tratados con conocimiento y profundidad.
Si deseasen profundizar en el pensamiento de este hombre que se ha marchado para estar junto al Padre, tienen en Ediciones Encuentro, Palabra, Sígueme, Rialp, la Biblioteca de Autores Cristianos una buena muestra de sus amplios conocimientos. Destaca junto a Introducción al cristianismo (Sígueme) su magna obra Jesús de Nazaret (las versiones de BAC o Encuentro son estupendas) y si quieren conocer mejor a la persona cabe recurrir a la biografía de Peter Seewald (quien se convirtió al catolicismo tras hablar con el pontífice), Benedicto XVI. Una vida, recientemente publicada por Mensajero.
Quedan algunos buenos teólogos de la vieja escuela, como Angelo Scola, pero casi ninguno con la repercusión a nivel intelectual que tuvo Ratzinger. Se le colocó el sambenito de ultraconservador, pero sólo aquellos que le han leído en profundidad saben que era injusta esa calificación. Fue un hombre dialogante y lo bastante heterodoxo para debatir, y lo suficientemente ortodoxo para que el catolicismo no cayese en el buenismo, en el moralismo, el relativismo o una adaptación individualista a la carta, como pretenden algunos. Mantuvo en pie el catolicismo mostrándose como un gran pensador. Uno de los mejores del siglo XX y parte del XXI. Deja un enorme legado para las futuras generaciones, especialmente para muchos curas jóvenes. Un digno sucesor de Pedro, aunque se pareciese más a san Pablo. Dios le tenga en su gloria.