Si lo piensan fríamente un estadio de fútbol no deja de ser una mezcla de cemento, hierros, plásticos y césped. Allí se practica un deporte que reúne a miles de personas o a unos cientos. Un centro de negocios más, lo cual es algo que piensan muchísimos de los dirigentes futbolísticos actuales. Estará mejor o peor ubicado, pero para muchos es un centro de negocios que debe ser explotado, junto con sus alrededores, para obtener el máximo provecho.

Cuestión bien distinta es el legado inmaterial que exista respecto a esa construcción. Eso es lo que no se puede enterrar en una urna o capsula del tiempo. Es posible que si alguien llegué a abrir la urna dentro de doscientos años, lo que allí encuentre carezca de significación. Como carece de significación nombrar de tal o cual manera la plazoleta donde se asentaba esa estructura deportiva. ¿Acaso tienen sentido muchos de los nombres de calles de esas supuestas personas importantes del pasado? Si usted preguntase hoy por Alonso Martínez seguramente no recibiría ninguna respuesta satisfactoria. Y todo ello porque el transcurso de la historia acaba empequeñeciendo a unos que en su momento parecían ser todo y engrandeciendo a otros que pasaron desapercibidos.

Eso mismo sucede con el Vicente Calderón. Era un centro de negocios limitado y por ello se vendió y se trasladó al equipo al Nuevo Metropolitano. Como se mudaron de uno a otro campo, como el Viejo Metropolitano. La diferencia que antiguamente lo decidían los socios del club y en estos tiempos lo han hecho los dueños prescritos. Ellos han estado haciendo el paripé —ese Miguel Ángel Gil besando el trozo de césped del Calderón (¿Cuántas veces no se ha cambiado?)—. No deja de ser una diferencia cualitativamente importante, pero no deja de ser algo material para muchos de los que se han trasladado.

Esa especie de misticismo sobre las noches del Calderón no es más que algo inmaterial. Esa épica se ha ido construyendo por algo inmaterial, por sentir que algo se estaba rompiendo por dentro y había que magnificar lo anterior. La realidad es que el Calderón no se puede enterrar porque, para gran parte de la afición, es algo que han podido sentir, para lo bueno y lo malo, y por ello pervivirá en esas personas hasta que ya no existan. Y en el momento en que el último asistente al Calderón fenezca, ya no habrá estadio Vicente Calderón.

El Calderón es un mito y como tal ha construido un mitologema. Muchos hablan y narran las noches o las tardes del Calderón, pero nadie se acuerda de los muermos de casi toda la época del gilismo y muy pocos de los gloriosos años 1970s. La épica es puro idealismo, pura humanidad, pero puede que no sea real. Por eso lo enterrado y el nombre de la plazoleta no significan nada. El Calderón vive y vivirá en aquellos que estuvieron allí, al menos en algunos (pues otros bien contentos están con el traslado), porque no se puede enterrar lo inmaterial, sino solo esperar que el mito pase a leyenda o narración histórica. Si llega a eso y no deja de ser más que un mero apunte en una larga historia.

Cuando muchas personas piden recuperar el espíritu del Calderón en realidad están pidiendo la persistencia del mito, no la realidad de lo que sucedió en el estadio. Esa realidad está dentro de muy pocos (los pocos que iban durante la mayor parte del gilismo). Es gracioso cuando en redes sociales se cabrean por el acto de Gil, con Enrique Cerezo y José Luis Martínez Almeida. Eso es una cosa de políticos alejada de la verdad, que el Calderón vive en algunas personas. Ahora lo que toca es que el nuevo Metropolitano pueda llegar a tener su propio mito. Para ello habrá que comer mucha piedra, que no todo es caviar.

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