Las sociedades actuales están rendidas al espectáculo. Son sociedades representadas, actuadas, en las que la primacía de la imagen frente a la cosa en sí marca mucho más el camino que el fundamento y soporte de la acción en sí. Estamos ante la negación de la verdad y no por culpa de la posverdad, sino porque se sigue escondiendo lo real en favor de lo representado. Ya advertía en el siglo XIX Ludwig Feuerbach del peligro de la ilusión, como imagen, que acaba por sacralizarse y arrasar con cualquier atisbo de racionalidad. Así sucede en la actualidad, con especial intensidad en la política, donde se sacraliza la imagen, el mero parecer. Donde la representación cuenta más que la acción y la obra en sí. Y entre todas esas representaciones destaca el culto a la personalidad.
El culto a la personalidad, no hace tanto tiempo, era producto de la Historia de los Grandes Hombres, como diría Thomas Carlyle, o de sectas y religiones. Poco a poco se incorporó a la política común de las dictaduras de todo pelaje. Cómo no recordar la adoración soviética por Lenin o Stalin, la fascinación nazi con Hitler, o la lucecita encendida en el Pardo del sanguinario Franco. Todo ello, por no remontarnos a Alejandro Magno, no eran más que procesos de carismatización que también se producían con fundadores de partidos (especialmente obreros). Frente a la iconoclastia de la Ilustración surgían ciertas reminiscencias religiosas laicas en la política mediante la entronización de los líderes políticos. En todos los casos, al final, lo que se producía era un efecto irracional en las masas de creencia absoluta en las palabras y las obras del personaje de turno. Daba igual lo que hiciese o dijese, por muy contradictorio que llegase a ser, todo era aprobado y consentido. Y si se estaba en contra, la sociedad misma actuaba de mecanismo punitivo contra esos pensamientos. No tanto el miedo a la libertad, sino el miedo a pensar por uno mismo en libertad.
En las sociedades del espectáculo actuales el culto a la personalidad derivado de procesos carismáticos, cuasireligiosos, ha virado hacia el marketing y/o la publicidad. Lo que en tiempos podían calificarse de ídolos de la tribu, hoy al pasar por el tamiz de lo espectacular, no son más que falsos ídolos. Aunque con los mismos rasgos negativos de irracionalidad y de masas incapaces de racionalizar algo. Idolatría espectacular y publicitaria que no hace más que ocultar la realidad, de ocultar el propio sistema con máscaras y disfraces políticos. Una irracionalidad que podría llevar a que un caballo, otra vez, ocupase un puesto de senador si así lo desease el dirigente de turno. Al menos sería aceptable para los seguidores de ese ser elevado a la categoría de dios o héroe moderno. Con el problema de que debajo no hay nada salvo el abismo.
Dentro de ese culto a la personalidad producido y publicitado para el espectáculo hay numerosas extravagancias, que sin embargo son aceptadas por las mentes absortas en esa dinámica, y que se encuentran entre los seguidores del dirigente (o falso líder) o la propia prensa que es incapaz de ejercer de filtro. Los medios de comunicación, ingrediente fundamental en la actualidad de la sociedad espectáculo, no filtran la información sino que la lanzan haciéndose partícipes del espectáculo y el culto a la personalidad. Si se fijan bien, en la política actual, todo son juegos de personas, no de grupos o colectivos (sanchismo, susanismo, errejonismo, pablismo, marianismo…). Es más fácil vender y generar espectáculo masticable y deglutible para las masas irracionales.
La imágenes de Pedro Sánchez corriendo por los jardines de La Moncloa o con su perro no son más que parte de esa extravagancia dirigida al espectáculo y a la masa irracional. No hace mucho tiempo ¿a quién le importaba si corría o no Felipe González, por ejemplo? Todo ello viene derivado de una falsedad estadística y de querer mostrar a un dirigente con energías. Se supone que una de las características de un buen líder es la capacidad energética, mostrar energía. Lo que no se dice es que es una de cerca de 250 características que han ofrecido los test preparados en todas esas Universidades para vender masters en liderazgo (que alguien sea líder es casi imposible porque lo determina el contexto no la propia persona). Entonces como el manual de gurú, que no ha investigado en su vida, dice que hay que mostrar energía ponen a correr a todo el mundo. Hay que hacer deporte para mostrar fortaleza y energía y alimentar el espectáculo. “Oiga que Churchil estaba gordo y tuvo más energía y capacidad que el 99% de los dirigentes actuales” se podría decir. “¡Callése que no es lo mismo!” podrían contestar. Y no, no es lo mismo. Lo primero es acción real y lo segundo espectáculo.
Y como estamos en el culto a la personalidad, que se produce en todos los partidos, hay que loar y beatificar esas acciones que presentan a un dirigente haciendo deporte, cuando lo que hay detrás podría ser el síndrome de Peter Pan y el deseo de eterna juventud. ¿Realmente a alguien le interesa que el presidente del Gobierno corra, o quiere que gobierne desde la izquierda? Mientras se hace espectáculo con la carrera igual se pierde la segunda parte de la pregunta. Al final todas estas acciones quieren que miremos para otro lado, que no nos fijemos en lo importante, sino sólo en la persona como summun de todas las cosas. Representación frente a acción, irracionalidad versus racionalidad, masas frente a colectivos. La negación de la política como esfera pública y su acomodación como un plató de televisión que es ahora mismo.
Fenómenos paracarismáticos falsos (que se producen en todos los partidos y Sánchez ha servido de ejemplo) para la sociedad del espectáculo. Un freno a cualquier acción performativa seria, una muralla frente a las trasformaciones sociales que no están dictadas por el establishment, un mecanismo más de fetichización de la mercancía (en esta caso política), al fin y al cabo, un paso menos hacia el socialismo. Un intento de mesmerización social para que nada cambie y los poderosos sigan campando a sus anchas. Se entretiene a las masas con ídolos falsos, completamente intercambiables como si fuesen cualquier mercancía, para que nadie vea la realidad. Cuando se critica la posverdad no se es consciente que muchas veces tampoco se habla de la verdad, que no deja de ser una crítica dentro del espectáculo de masas que es la política. Con una diferencia, los líderes carismáticos de antaño tenían algo dentro, sabían de que hablaban; hoy cambian de opinión cada diez minutos y carecen de un discurso real. “Tout ce qui frappe l’imagination des foules se présente sous forme d’une image et nette, dégagée d’interprétation accessoire, ou n’ayant d’autre accompagnement que quelques faits merveilleux. (Todo esto que ha impresionado la imaginación de las masas se presenta bajo la forma de una imagen y nítida, libre de interpretación accesoria, donde no necesita de otro acompañamiento más que algunos hechos maravillosos)” decía Gustave Le Bon. Pues eso…