Como el propio autor nos cuenta en la entrevista que le hicimos para la revista Diario 16, si no les gustan las primeras 60 páginas déjenlo. Esto ya demuestra que nos encontramos ante una persona que ya ha dejado atrás el egocentrismo artístico, o es plenamente consciente de que la obra que ha terminado (si es que eso se puede alguna vez) se encuentra en conexión con las corrientes de la literatura y gustará. En el libro que tenemos entre manos esta vez, Daniel Múgica con La dulzura (Alumzara) debía conocer que sí, que esta vez iba a conectar con el público, con los devoradores de libros. Esa corazonada debió ser la que le impulsó a presentarla al XXXIII Premio Literario Jaén que acabó ganando.
“Con La dulzura me marque los siguientes objetivos: que primero yo y luego el lector se enamorasen de Gadea, una mujer joven y complicada; que la gente que vive fuera de Madrid supiera cómo nos sentimos aquella fecha de infamia del 2004 los que habitamos Madrid; que tuviera un ritmo muy fluido y una estructura especial; que pese a la tragedia se leyese de una manera hermosa, bonita, amable; que se centrase en las emociones más que en las reflexiones y al cabo que el amor sentido hacia Gadea salvase a su gente de sus propios errores, o dicho de otra manera, que el amor, siendo el mayor impulso de la naturaleza humana, hijo de la libertad, brillase como una antorcha en un cueva que facilita calor, protección y cariño” cuenta Múgica de su propia obra. Y a fuer que lo ha conseguido. Juntar en una misma obra el terror, el amor y la esperanza no es nada sencillo. Y hacerlo mediante una prosa cuidada y un verbo ágil es casi un imposible en esta época de juntaletras, de snobs literarios, de argumentos débiles o recurrentes. ¿Quién no está agotado de malas novelas supuestamente históricas? ¿Quién no está agotado de juntaletras, que rebuscan en los diccionarios palabras arcaicas y cultísimas para colocarlas en la obra haciendo la lectura dificultosa? Más de uno y más de dos.
Esto no ocurre con, empero, con Múgica. Un lenguaje culto sí, pero no rebuscado, ni excesivamente metafísico. La dulzura es un libro bien escrito que intenta que la forma no empañe el fondo, la esencia del libro. En esta ocasión el autor consigue una buena utilización de la lengua española que ayuda a comprender la historia. Un lenguaje que sirve como canal por el que transcurre plácidamente el lector mientras profundiza en los personajes. Porque, hay que destacar, en La dulzura Múgica consigue una profundidad en los personajes poco habitual en nuestros tiempos. La propia estructura del libro ayuda a conocer a esas personas que tienen a Gadea como nexo de unión.
Un padre, encarnación del mal producto de excesivo ánimo religioso; los problemas psicológicos de la propia protagonista intentando desvelar los porqués de ello; el dilema de Judá entre la culpabilidad y el descubrimiento de algo inesperado, abrumador pero una puerta hacia el futuro; y los sentimientos trágicos, porque es una tragedia al fin y al cabo, de lo que supuso el 11-M para Madrid. El buen uso del lenguaje permite esa imbricación con la trama y los sentimientos que pretende transmitir.
Como es habitual en Múgica, no puede faltar como una sombra lúgubre esa lucha entre el bien y el mal como motor de la vida de las personas. No sólo en lo referente a lo que puede ser el terrorismo, sino a lo que sucede en la cotidianeidad de millones de hombres y mujeres a lo largo de la historia. Un mal que está presto a aparecer porque el ser humano lo lleva incorporado en su ser, como parece indicar el autor y es base para las religiones del libro. Pero también hay un bien, una esperanza vital que es la que permite al ser humano vivir en sociedad y amar, porque el amor es la esperanza que se vislumbra al final del libro. Y el amor tiene sexo (el sexo no siempre tiene amor), algo que no esconde el autor en varios momentos de la novela, además de forma auténtica, erótica y nada soez. Un sexo que enlaza con la trama, no meterlo por meterlo en la argumentación.
Bien escrito, buena trama, personajes bien desarrollados y sensibilidad en el tratamiento de ciertos aspectos que podrían resultar ásperos. Por lo que se puede decir que Daniel Múgica ha recuperado el toque literario mediante un tema que no es sencillo tratar. Y como pedía Walter Benjamin, utiliza la rememoración, la historia para evitar que sea un peso, que ayude a explicar el hoy y, sobre todo, transformar la vida a mejor. Porque el libro es también una lucha contra ciertos totalitarismos y micrototalitarismos, o totalitarismos de la cotidianeidad. Por ello, la historia del libro sirve de recuerdo y homenaje (especialmente a los caídos el 11-M), pero también abre una puerta a la esperanza. Ya que, y este es uno de los puntos fuertes de la novela, siempre hay esperanza.