Uno de los temas que más me han tocado el corazón en esta etapa política de mi vida ha sido la causa de los bebés robados. Por eso es desde la emoción desde donde escribo hoy este artículo.
Por ellas, las víctimas que he conocido en este camino. Las que se dejan el tiempo, la energía y el amor. Las que dedican su vida a buscar a sus familiares y necesitan que la sociedad comprenda que tienen una herida profunda que no puede seguir ignorando. Un daño que trasciende el ámbito de lo personal para invadir el espacio público con un drama que debe hacer mella en la conciencia colectiva.
Porque las paredes y los muros con los que se han encontrado una y otra vez estas personas -sobre todo madres a las que el fascismo arrancó sus bebés para extirpar el gen rojo de nuestra sociedad- deben derribarse de una vez por todas. Por decencia humana y por justicia con quienes fueron convertidas en masa manufacturera de vida, de producción y reproducción, en favor de un negocio de preciada mercancía para ricos y favores, y a las que han continuado robando sus bebes hasta el fin de siglo, convirtiéndose casi de facto en un sistema paralelo y clandestino de adopción.
Carreras de obstáculos como los que han superado Inés Madrigal y su madre adoptiva, aunque no llegara a verlo. Ellas han sido ejemplo de lucha y determinación ante mil dificultades para conseguir sentar en el banquillo al Doctor Vela. Armadas con tesón y coraje en su empeño continuo por ir más allá y resueltas para que su caso supusiera la apertura de una brecha en la impunidad que enmarca esta causa, para que por ella se filtraran otros casos que terminaran impulsando una investigación estatal y rigurosa, tal y como dicta el derecho internacional de los Derechos Humanos para las desapariciones forzadas.
La sentencia del juicio al Doctor Vela -en la que a pesar de reconocer el robo de Inés a su familia biológica por parte del acusado, se ha declara prescrito el delito – supone la pérdida de una ocasión única para romper con la impunidad que ha venido amparando estos crímenes en nuestro país a lo largo de su historia reciente. Aunque parezca increíble, esta decisión (a falta de la pronunciación del Tribunal Supremo) escenifica la construcción de uno de esos muros a los que antes hacía referencia y que es preciso seguir derribando. El resultado, de momento, se traduce en que a día de hoy Inés sigue sin conocer su identidad familiar real por una interpretación que es contraria a los criterios básicos de los Derechos Humanos e incluso de la Fiscalía General o del propio Tribunal Supremo.
Mentiras colocadas como ladrillos, unidas con el cemento del silencio y el hormigón armado de esa impunidad construida en el franquismo y prolongada en un tránsito a la democracia que no parece terminar. Ladrillos colocados uno detrás de otro que levantan un muro social capaz de asimilar la atribución a una sola monja fallecida en 2013 de toda una organización que necesitaba de médicos, jueces, notarios, políticos, registradores, curas, enterradores y un largo etcétera de culpables.
A falta de voluntad política que impulse una verdadera investigación estatal, el baile de cifras resulta apabullante. Hablamos de entre 30.000 y 300.000 personas, según las diferentes estimaciones, que a día de hoy no conocen su identidad, de las que muchas ni siquiera saben que la desconocen. Estas dimensiones son enormes, pero háganse una pregunta, ¿conocen ustedes a alguien que no sepa de un caso a su alrededor?
Sin embargo, a pesar del escandaloso volumen de víctimas de esta variante del tráfico de personas, el asunto no es tratado en España como una cuestión de Estado, como por ejemplo las desapariciones en Argentina con cifras menores. Sí lo es para la ONU o para la Unión Europea, pero no lo es para nuestra Fiscalía General del Estado cuyo representante, el Fiscal General José María Maza, calificó la causa de los bebes robados -en mayo de 2017 y ante representantes de la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo- como una serie de casos aislados.
Miles y miles de casos, espeluznantes muchos, como aquellas mujeres que lo supieron desde el primer momento y nunca consiguieron que nadie actuara. Ni policía, ni juzgados, ni autoridades eclesiásticas. O los muchos robos que se dieron en partos gemelares, llegando incluso a enterarse, buscando un hijo, de que en realidad le habían robado dos a sus madres.
Y es que cuando compartes sus historias, se te anudan gritos en la garganta. ¿Pero de verdad alguien cree que en un Estado en el que se ha sido capaz de hacer desaparecer a 30.000 personas no se es capaz de hacer aparecer nada más que a dos culpables? Bajo esta reflexión resulta inexplicable que no se haya producido un escándalo monumental, que nuestra sociedad no reaccione o que nuestra democracia mantenga niveles de impunidad incompatibles consigo misma. Y dudas acerca de si tú misma aguantarías tanto tiempo peleando contra viento y marea, derribando cada pared para encontrar otra detrás.
Muros como el que se levantó cuando el Gobierno del PP negó el indulto a la primera condenada por esta causa que, paradójicamente, no ha sido al doctor Vela sino Asunción López, una víctima de los robos de bebés que fue condenada a pagar 40.000 € por injurias a la monja que tramitó su adopción. Al parecer la religiosa no siguió precisamente el principio cristiano del perdón cuando fue requerida para el indulto.
Barreras y obstáculos construidos en forma de faltas de respeto, mentiras, dolor e impunidad son derribados por mazazos de paciencia y constancia, una y otra vez. Por eso sé (y confío) en que esta sentencia sea tan solo una dificultad más que no va a parar a ninguna víctima. Sin embargo, me gustaría que el ejemplo que dan quienes se buscan así mismas y a sus bebes, tuviera su fiel reflejo en nuestra sociedad. Que fuéramos tan valientes, constantes, comprometidas y pacientes como ellas. Y tan capaces de transformar la rabia en dignidad y en acción que acabe con todos los muros de una vez por todas.
Elena Sevillano.
Parlamentaria por Podemos en la Asamblea Regional de la Comunidad de Madrid.