La clase política, o si lo prefieren, el establishment político, mantiene una interacción emotiva con la sociedad a la que pertenece. Los flujos de una a otra parte son fiel reflejo de la sociedad dada. Esto es lo que nos suelen decir porque la realidad, más allá de la falacia idealista, es que el establishment político está influenciado en mayor medida por estructuras de pensamiento e intereses muy diversos y mediados por intereses muy concretos. Lo económico es determinante en última instancia para la conformación de la estructura de pensamiento de esa clase política, de ahí que el reflejo social no sea el de un espejo. Los monstruos aparecen reflejados en esa imagen devuelta y generan en el establishment político tanto el trauma como el cinismo. El poder de la ideología dominante aparece en ese reflejo especular contraviniendo lo que la persona conscientemente califica de principios. El espejo es ese inconsciente (individual o colectivo) que es la clave para la conformación del establishment político (y mediático, no lo olvidemos). Esto no empece para que ciertas características del comportamiento sean generales a dominantes institucionales y dominados.
La actual ideología dominante viene estructurando la sociedad, las relaciones sociales, desde hace casi cuarenta años. El neoliberalismo, producto en última instancia del capitalismo como base, comenzó con un proceso de individualización de cada persona. Un proceso que prosigue y tiene numerosas consecuencias para lo político (y social) y beneficios para el proceso de acumulación económica. Un individualismo que hace tiempo penetró en el mundo académico plagando todo de teorías con esa ideología que genera como ideal la ruptura de las relaciones y de los agrupamientos sociales más allá de lo cívico y el parentesco. Especialmente este último permite el traspaso del poder intraclase. El ejemplo más claro de esto lo vemos en este texto de Dalmacio Negro, un pensador liberal: “El Derecho de juristas, al que se atiene la idea liberal, protege las dos instituciones básicas del orden social, la familia y la propiedad que son jurídicamente la misma cosa” (La tradición de la libertad, Unión Editorial). Ese individualismo no es más que una de las armas que utiliza la clase dominante en la lucha de clases con el fin de desunir, de imposibilitar cualquier tipo de unión, a las clases populares, a los sin-parte (que diría Jacques Rancière).
Hedonismo e infantilismo social.
Ese individualismo como ideología dominante es potenciado por el hedonismo, el principio del placer, el utilitarismo de la máxima felicidad para la mayoría que se ve reflejado en las diversas demandas como la amplia oferta de consumo, el consumo a la carta (todos esos canales de televisión, series que se pueden ver en cualquier momento para satisfacción del consumidor individual), el servicio individualizado y con claros tintes burgueses (Cabify, Uber, Glovo…), el deseo como generador de derechos, la primacía de la diversidad, etcétera. Un individualismo hedonista que genera un infantilismo con graves consecuencias. Como acontece con los niños y niñas pequeñas, el placer deber ser alimentado constantemente y el dolor evitado en casi su totalidad. Es más cuando se produce algún tipo de dolor, como darse un golpe, se produce la culpabilización del propio individuo: “¡Mira que no darte cuenta!”, “¡Si es que no miras por donde vas!”. Esa culpa hacia el infante se transmite en la época actual al adulto cuando, dentro de la lógica individualista que promueve el sistema, se le expone como placer (moda pasajera) ser emprendedor, proactivo, ser el que más y mejor (hipercompetitividad), pero con su contrapeso del dolor como la depresión, el estar quemado y, en última instancia, el suicidio o la exclusión social. Sin olvidar que no dejan de ser “nuevas formas de violencia” (Byung-Chul Han). La ideología dominante está creando este tipo de ser humano que, buscando la personalidad única como máxima, acaba convirtiéndose en un grano de arena en la masa de la playa.
Lo fundamental del neoliberalismo es que rompe sus cadenas con el proyecto ilustrado del nuevo ser humano racional, culto, fraternal y que busca la mejor sociedad en la que vivir (aunque de forma un tanto escatológica) Partiendo del idealismo empirista (el mejor refugio del economicismo y la ideología dominante) se le niega a la persona individualmente considerada un pasado, una mirada atrás, salvo que sea para alguna cuestión comercial o una cuestión de afirmación de la ideología dominante (todos el coaching se basa en dejar atrás todo y vivir el momento, el presente). El ser humano debe progresar técnica y económicamente para generar más y más riquezas que, ¡vaya por dios!, son acumuladas por aquellas personas que vienen haciéndolo desde hace años o siglos. No hay alternativa como eslogan del sistema, el cual esconde una dominación de clase y la continua explotación del ser humano. Individualismo, al final, para infantilizar; para negar que lo colectivo produzca placer (más allá de lo espectacular y circense) y transformaciones radicales; para negar la evidente lucha de clases (sí se permiten las luchas individualizadas como mecanismo de conflicto controlado, mediante partidos políticos, equipos de fútbol, identidades varias, etc.); para dominar culpando al individuo e impidiéndole que se mire al espejo y observe sus cadenas.
Como acontece con los niños y niñas pequeñas, el placer deber ser alimentado constantemente y el dolor evitado en casi su totalidad.
Carencia de acción política, sólo espectáculo.
Todo esto que se produce en el ámbito social se traslada al ámbito político y por eso existe esa infantilización del establishment político (con muy pocas excepciones). Un infantilismo, una individualización, que se observa claramente en las promesas de acción política y en el culto al líder (bonapartismo neoliberal como placer de seguir al elegido). Bajo el clima social propicio donde el yo (¿o el superyó?) es la absolutización del mundo, donde el principio del placer domina la acción humana, en el mundo político acaba apareciendo un cambio en las relaciones representante /representado que se ha denominado democracia de audiencia o democracia demoscópica (Bernard Manin). De la democracia liberal representativa en la cual los representantes políticos no sólo trasladaban las demandas al parlamento sino que actuaban como generadores de esas demandas (toda la tradición de la izquierda se ha basado en eso), se pasa a una clase política que, lejos de transformar algo, se dedica a apoyar, o impugnar en algunas ocasiones, aquellas peticiones que cuentan con mayor respaldo social o provienen de un acontecimiento específico. Por ejemplo, cada vez que hay un asesinato truculento aumenta el apoyo a la cadena perpetua o la pena de muerte. La clase política pierde su carácter pedagógico o la función de filtro para ponerse a disposición de las masas infantilizadas que claman pidiendo que sus deseos se cumplan.
Es por culpa de la democracia de audiencia que la clase política actual hoy dice una cosa y mañana lo contrario sin el menor asomo de ruborización. Lo importante no son los principios, ni la posesión de una ideología (¡esa antigualla!), la ideología dominante lo cubre todo, sino la búsqueda de la satisfacción de las demandas de esas masas cretinizadas. El hedonismo popular de las masas (abiertas al principio y cerradas después como bien explicó Elías Canetti en Masa y Poder), generado por una ideología dominante que acaba sacando beneficio económico de ese hedonismo, es toda la base programática de la clase política. Pero no sería justo cargar las culpas en las masas, procesos similares se produjeron a finales del siglo XIX y en buena parte del siglo XX bajo otros parámetros, otras luchas y un capitalismo en fase de desarrollo imperial. Las masas expulsadas de su condición de ciudadanía quedan al albur de los grupos de interés o lobbies, de los potentes y totalitarios grupos mediáticos y una clase política más pendiente del último sondeo que de la defensa de principios o transformación hacia el bien común. El establishment político está tan infantilizado como esas masas, aunque en grado adolescente, y sólo busca el placer del poder por el poder. Una oligarquía hedonista que prefiere hacer más caso de las demandas más “populares” que a las demandas más necesarias. No gastan neuronas en cultivarse, en pensar (en la izquierda ha desaparecido el análisis materialista, por ejemplo) más allá del último eslogan que le ofrecen asesores y asesoras igualmente infantilizados. Normal, entonces, que hoy en día se hable sin tapujos de gobierno de los mediocres (…) o de los chaqueteros. El sentido democrático de ciudadanía languidece (¿han escuchado en discurso políticos decir “la ciudadanía tal o cual” o suelen escuchar arengas al pueblo, la nación, el país o la gente?) y queda todo totalitarizado por el individuo hedonista e infantil.
No gastan neuronas en cultivarse, en pensar más allá del último eslogan que le ofrecen asesores y asesoras igualmente infantilizados
Ahora bien si las demandas realmente fuesen de esas masas infantilizadas, cuando menos se estaría cerca del principio utilitario del mayor placer para la mayoría. Curioso que los neoliberales ataquen con fiereza ese principio utilitario que comenzaría con los padres del liberalismo económico (Adam Smith y Jeremy Bentham), aunque ya John Stuart Mill (otro liberal que esconden) afirmase como legatario del utilitarismo que la máxima del placer para la mayoría no podía ser el cálculo de las políticas públicas sino que había que buscar otro principio, justamente en un libro titulado Utilitarismo (Alianza Editorial). ¿Qué placeres, por seguir utilizando esa terminología, son tenidos en cuenta como demandas entonces? Excluyendo los de la clase dominante (que son siempre tenidos en cuenta por aquello de la determinación en última instancia e inscritos en la ideología dominante por ende) tenemos que las demandas principales son los deseos de los lobbies y grupos mediáticos. O lo que es lo mismo, aquellos grupos que son capaces de alterar la agenda política más allá de la clase dominante. A la par que se deslegitiman los partidos y los sindicatos, fundamentales para la clase trabajadora y la lucha de clases, se potencia a asociaciones que viven en su mayoría de los fondos públicos y a colectivos que permiten al sistema distraer mediante la diversidad (Daniel Bernabé en La trampa de la diversidad) y el falso conflicto social. Eso sí, no permitirán llegar nunca al punto de quiebra del propio sistema. Sensu contrario, las luchas de la clase trabajadora, de pensionistas, de sindicatos son criminalizadas o negadas desde el control mediático.
Los lobbies, que tienen el apoyo de la clase dominante (donde hay que incluir, no se olviden a la iglesia católica en el caso de España y otras iglesias en los demás países) o están engarzados a ella, consiguen situar sus demandas en el debate de los deseos más allá de algunas cuestiones de justicia social que quedan como recuerdo de los tiempos felices del Estado de bienestar o de la lucha por derechos humanos (provenientes muchos del placer, por los derechos de según qué grupos o personas se pueden pisotear en beneficio del capital). Por ejemplo el gaycapitalismo quiere explotar a las mujeres para reproducirse genéticamente y por ello se intenta introducir el debate de los vientres de alquiler como derecho humano. En la polémica entre los taxis y las empresas que no pagan impuestos (Uber y Cabify), el establishment se puso de parte de las empresas como buena parte de esas personas infantilizadas que desean ser lo que no son. La clase política miró para otro lado en su mayoría pasándose la pelota unos a otros, también habría que recordar. Y así es como se acaban dejando fuera los derechos humanos y el bien común de los sin-parte. La democracia de audiencia, por tanto, no es más que la expresión del infantilismo generado por el propio sistema y que oculta la verdadera fuente del dominio. La clase política de este tipo de democracia acaba dejando de cumplir sus funciones y se enfanga en una constante lucha por el placer donde el insulto infantil y la gresca por cuestiones baladíes están a la orden del día. Una lucha por el placer… del cargo podría ser el lema de la actual clase política.
los partidos se desvanecen para transformarse en movimientos políticos personalistas donde la adoración al dirigente máximo deviene obligación
El bonapartismo neoliberal.
Esa democracia de audiencia, esa sociedad del espectáculo, esa sociedad infantilizada, ese sistema económico determinante en última instancia posibilitan el culto al líder. Bueno líderes sin liderazgo más allá de la corte de fieles que busca el placer del cargo y muchos fans que cambian de un día para otro, mostrando así la liviandad de las relaciones entre el supuesto líder y los supuestos seguidores. La individualización económica y social provoca que las organizaciones o la lucha colectiva sean repudiadas en sí. En el reino del yo supremo (sólo hay que ver a todos esos cretinos y cretinas de youtube) los partidos se desvanecen para transformarse en movimientos políticos personalistas donde la adoración al dirigente máximo deviene obligación, siempre que no se quiera ser tildado de hereje. Cualquier crítica, por constructiva que sea, es calificada de anatema y por ende perseguida hasta la muerte. Por suerte al ser una sociedad excesivamente digitalizada y mediatizada la muerte no es real sino virtual, pero el fanatismo de las personas en las redes siguiendo las órdenes del jefe del movimiento buscan la muerte del otro ser humano (una acción típica es bloquear o denunciar al que piensa distinto). Los movimientos mezclados con masas infantilizadas cerradas (siguiendo a Canetti nuevamente), que temen a la libertad (que diría Erich Fromm) retrotraen a épocas donde la delación, el asesinato y la incapacidad de pensar dejaron los campos de exterminio. Un culto al líder, sin líderes, que tiene su base infantil y adolescente en el placer de proyectarse en la otra persona típico de los fenómenos de los fans. Son fanáticos de una persona más que de unos principios (aunque los utilicen como parte consciente) en su mayoría porque la mente infantil de los y las infantes rechazan planteamientos complejos. Mejor adorar a esa persona a la que se supone que sí pensará de manera compleja. El problema es que, al ser la clase política tan infantil, se observa que tampoco tienen capacidad ni ganas de asumir esa complejidad analítica que existe en la vida común. Recurren, por incapacidad y como mecanismo de transmisión del mensaje, a lo simple, los dicotómico, a decir que todo es muy complejo para explicarlo, ocultando que realmente son incapaces de analizar lo complejo e, incluso, de conocerlo medianamente. Mejor generar conflictos de otro tipo, infantiles y de peleas de adolescentes, para que el sistema siga regenerándose. Peleas de niños y niñas pequeñas entre el dirigente máximo y sus cortes contra los otros dirigentes y sus cortes. Una debate que oculta la realidad y carece de trascendencia alguna.
De ahí que podamos decir que el bonapartismo neoliberal (como dictadura de masas que es) es la forma del régimen de dominio actual. No es de extrañar el auge del populismo, base política del bonapartismo, necesitado de unas sociedades infantilizadas y cuyos conflictos no sean económicos. En sí toda la clase política actual es populista, en sentido analítico y como demagógica. No verán a populista alguno criticar al capitalismo en sí, al etéreo establishment o la casta sí, pero a la estructura básica del sistema no. En la mayoría de los casos los populistas se quedan en la batalla cultural o superestructural. Contra los inmigrantes los neofascistas, contra el no respeto de los derechos humanos los bohemios burgueses, contra el ecocidio individualizado los ecocapitalistas y así hasta completar el cuadro completo de bonapartistas del actual sistema ideológico neoliberal y su base capitalista. El bonapartismo como totalitarismo y lucha ficticia entre dirigentes mediocres que alimentan los deseos de unas masas entregadas al hedonismo, pero que se escapan por principios o incapacidad de la crítica al propio sistema. A lo máximo que llegan es a poner parches e impedir que los acontecimientos puedan generar cambios y sujetos de cambio y con ello transformar el sistema.
Si antes el bonapartismo burgués necesitó el espadón, hoy en día con una legislación (divinizada y por ello casi intocable) opresiva (¿conoce cuántas leyes incumplen al día?), como la ley mordaza para las protestas y la ley laboral para las relaciones de producción; un poco de desvío de la atención con algo de espectáculo, que genere algo de carnaza en los medios, ya sea político o social; unos dirigentes mediocres pero puestos en el centro del escenario; y con unos medios de comunicación, propiedad de la clase dominante, que dicen poseer la verdad única (postverdad más bien), ya no es necesaria la espada, ni el ejército bonapartista (que siempre estará ahí por si acaso, el aparato represivo no descansa). Ya lo advertía hace años Guy Debord (Comentarios sobre la sociedad del espectáculo): “El incesante tránsito circular de la información que vuelve a cada instante una lista muy sucinta de las mismas sandeces que se anuncian apasionantemente como noticias importantes; mientras sólo raras veces se transmiten, como a tirones, las noticias verdaderamente importantes, relativas a lo que cambia efectivamente”.
Hoy con movimientos-partido, dirigentes infantilizados y hedonistas y un control total de los medios de comunicación de masas el bonapartismo neoliberal funciona a las mil maravillas. Mientras la base del sistema sigue siendo intocable porque la clase política está a otras cosas que no sean complejas (¿cuándo no han sido las situaciones complejas?, ¿no les pagan para “descomplejizarlo”?) y las críticas acaban siendo pasto de frases típicas como “eso son teorías”. Saben, porque así se lo han transmitido quienes les gobiernan, que “no se puede reformar el menor detalle sin deshacer el conjunto” (Debord). De ahí que prefieran la política del meme, ideal para mentes infantiles, el eslogan etéreo, el culto al dirigente de turno como si fuera un dios en la tierra, en general mejor que no se piense. Los infantes son aquellos que carecen de palabra en la asamblea, por eso quieren a la sociedad infantilizada, y aunque parezca que la clase política tiene la palabra, la realidad que ocultan es que sólo tiene palabra de verdad la clase dominante.