Ahora que está de moda ser progresista, antes que otra calificación, no viene mal atender a lo que ha significado la idea de progreso en la historia y hacer una comparación. No es lo que ha hecho Alberto J. Ribes en su reciente libro Luz, terror, esperanza. La idea de progreso (1800-1968). Desde una perspectiva sociológica, aunque sin dejar de mirar a otras ramas del conocimiento, el autor va desentrañando lo que supone la idea de progreso con un freno, por así llamarlo, datado en la revolución social de 1968. Posteriormente a esa fecha entraría en acción la llamada modernidad líquida que nada tiene que ver con la modernidad pesada propia del progreso.
Dice Anthony Giddens en Consecuencias de la modernidad (Alianza Editorial) que en realidad lo que hoy vivimos no es postmoderno, líquido o como quieran llamarlo sino una aceleración del tiempo propio de la modernidad. La modernidad en su eje temporal se ha ido acelerando por lo que el cambio social, tecnológico (acumulación de conocimientos) y político acaba siendo presa de ello. Ribes en su texto, al contrario que Giddens, no acelera el análisis sino que se detiene minuciosamente en desentrañar lo que ha supuesto el progreso como idea ilustrada.
El sueño del progreso fue «que el poder se tornara democrático y plural; atentaba, pues, contra el orden establecido y prometía modificarlo todo para siempre, y soñaba con un futuro esperanzador, justo libre, pleno de solidaridad y de responsabilidad hacia los otros». Por el camino, como es evidente algo salió mal. En primer lugar, algo que es evidente en estos tiempos, es la fetichización del progreso. Ese pensar que con invocar la palabra ya valía, mientras la actitud crítica propia del mismo se iba desvaneciendo, a la par que vida digna y feliz que se prometía no aparece por ningún sitio.
Los primero problemas del progreso fueron el exceso de presión sobre las personas. Una presión institucional que parecía querer controlar hasta el último milímetro de capacidad humana. Curiosamente tanto Saint Simon como Comte no pretendían eso, pero de su pensamiento sí que se desarrolló algo parecido por otras manos. Entre otras cosas porque el progreso humano, como tal y dejado a su albur, no estaba proveyendo ni mejoras sociales, ni humanas sino todo lo contrario. Estaba claro que no se podía quedar mirando a ver cómo el progreso avanzaba. De aquí resultaron las experiencias socialdemócratas o conservadoras de apoyo social.
Hegel afirmó que la capacidad humana para hacer distinciones es infinita. Así lo han pensado los últimos hijos de la escuela de Frankfurt que están centrados en el hegelianismo de la distinción. Pero lo que Ribes pretende al introducir la heterogeneidad es comprobar cómo la tensión con la homogeneidad propicia una serie de nuevas vías, las cuales acaban en el exterminio de los otros. La homogeneidad, bien dice, es «un constructo humano». No existe en sí. Los distintos grupos sociales aparecen desaparecen o se modifican pero siempre en la heterogeneidad. Una heterogeneidad que tampoco hay que reificar. El daño moderno fue que lo homogéneo/heterogéneo acabó en el terror irracional.
Paradójicamente el progreso que se presentaba como el campeón de lo racional, la posibilidad de que la mente humana y los datos recopilados sirviesen para la mejora constante de la vida de los seres, acabó en lo más irracional. Como recuerda el autor, ya los análisis de la primera escuela frankfurtiana iban por ese camino de asombrarse de lo irracional que podía llegar a ser la razón instrumental. Por tanto, advierte Ribes, el progreso no ha sido lo prometido pero cabe lugar a un rayo de esperanza. Mucho más en estos tiempos emotivistas e irracionales.
Liberarse del tiempo y el espacio es un último reto. Negar la facticidad del futuro conduce, paradójicamente, a «la búsqueda del refugio en entidades mítico-comunitarias basadas en pasados imaginarios, el refugio en la clase social [esto un poco menos], en la identidad, en el Estado-nación o incluso en el pasado premoderno». Sin embargo, moderno o postmoderno, lo que no vienen a decir los hechos es que hay límites, o eso es lo que nos ha dejado la lectura del texto. En un momento dado surgió la reflexión siguiente, ¿no es el fracaso del Concorde o los vuelos espaciales de Elon Musk un aviso sobre los límites de lo moderno? Lo mismo se puede decir sobre la Inteligencia Artificial o los cíborgs.
Ribes permite que se pueda reflexionar sobre lo que sucede en nuestro tiempo, especialmente, porque nos cuenta los bueno y lo malo del progreso como idea. Si se cae en el “absoluto” en pensar que existe alguna perfección humana en la Tierra se acaba mal. El cambio siempre va a estar ahí, es propio de la condición humana y frente a él se alzará lo absoluto. La vida como una película frente a la vida como una fotografía, en hábil metáfora del autor. Una película o una buena novela, de esas que utiliza Ribes para ilustrar, mejor que un tratado sesudo, lo que ha significado el progreso. Una vez lean el texto posiblemente podrán descubrir añagazas y demagogias varias en los casos concretos, pero cabe, junto al autor, esperar algo mejor:
«La única actitud posible ahora […]: desde el escepticismo y la desconfianza; desde la atención constante a los errores cometidos en el pasado; desde la necesidad de asumir que si no se proyecta y realiza entre todos, lo que significa alejarse lo más posible de los líderes carismáticos y de las ideologías dogmáticas y los planteamientos esencialistas, si no se sitúa en primer plano la solidaridad y no se incluye algo que ya es irrenunciable para los individuos actuales […] como es la consideración sagrada de los individuos, si no se incluye, además, que el dolor de los otros es también sagrado, lo más probable es que el proyecto acabe nuevamente en desgracias». Todo ello sabiendo que habrá errores que corregir, pararse y pensar/analizar.