Los socialistas, de salida, somos republicanos, un principio y no una convicción inmutable, pero lo que en verdad nos importa es la igualdad y la democracia, así que en España, ante la dicotomía República/Monarquía, nos declarábamos republicanos juancarlistas y al presente republicanos felipistas, un accidentalismo necesario. De los cuatro grandes partidos, los tres que garantizan la ley sin medias tintas, Ciudadanos, PP y PSOE, son monárquicos. La memoria, frágil por lo general e indeleble en el oportunismo, olvida que el rey emérito unió a la generación franquista que aspiraba a la democracia y a la que repudiaba al franquismo y que luchó en la clandestinidad, siendo el eje central de nuestra transición y ganándose la corona hasta los restos al detener el golpe de estado. Afirmar que fue solo gracias a comandar los ejércitos sería quedarse corto; intervinieron los otros dos factores que definieron su reinado, inteligencia política y muñeca torera capaz de domeñar a aquel burel que amenazaba la libertad con tanto sudor conquistada, y a otros de pareja envergadura. Entiendo que todos los españoles, incluidos los nacionalistas (de haber triunfado la asonada no existirían) como mínimo, le deben al Juan Carlos I ese agradecimiento, que sabía, al igual que el actual, que la corona se gana día a día, dando muestras probadas de ello al convertirse en el mejor embajador de España en el mundo, en cualquier variante; en una de las principales, la economía, mediante conversaciones privativas, consiguiendo contratos jugosos que engrosaban nuestras arcas y de ellas la sustancial en lo que a justicia social se refiere, la caja común de la seguridad social. El último logro de su reinado fue obtener, desde su mandato constitucional, pidiendo permiso antes al gobierno y con la dirección de éste, el contrato del AVE a la Meca. Luego, con el lógico declinar de las fechas (lo asumió), abdicó en la figura de su hijo, dando otra muestra de generosidad por mucho que algún escandalo le hubiese acompañado. Son decenas los escándalos que han perjudicado a la reina de Inglaterra, más graves que los ibéricos, y ahí sigue, reteniendo el trono por razones que se me escapan.
El rey garantiza la unidad del estado, del cual ostenta la jefatura. Mucho se ha discutido sobre la necesidad de arrumbarlo y colocar en su lugar a un presidente de la república electo, alegando, con cierta razón, que antiguas manifestaciones de consanguineidad no deberían decidir quién comanda los ejércitos, la última defensa del muro de la libertad, y es la primera figura institucional, en este caso sin poder político pero sí con autoridad moral, lo que depende de la persona al cargo. En España, al presente, y como están las cosas, en los días venideros, un presidente de la República sería contraproducente, pues se le podría quitar y poner al albur de los acontecimientos que en España siempre han forzado el nacionalismo español mal entendido y los nacionalismos periférico (las carlistadas, las tres primeras guerras civiles españolas, son el origen del nacionalismo vasco). La figura del rey es la piedra angular de un edificio indestructible en la historia reciente. En consecuencia, mientras existan los nacionalismos, aunque sean pendulares, siempre nos urgirá un rey. Cosa distinta, ya que la corona se pelea día a día, es que ese rey fuera un ágrafo sin sentido del estado dedicado al libertinaje (los hemos tenido a patadas al igual que ellos, por fortuna, han reinado mediante magníficos validos), a la ociosidad y la corte (Juan Carlos I lo impidió al igual que Felipe VI); y lo sería pues por imperativo ético habría que regresar a la república, donde asistiríamos sin duda a la ceremonia de la confusión e incluso a balaceras con resultado de difuntos alentadas por los nacionalistas españoles exacerbados, los nacionalistas periféricos violentos y los extremistas de derechas y de izquierdas, fuerzas presentes en España aunque se niegue: revisen las hemerotecas y los informativos.
Imagínense a Bélgica sin un rey sensato. Nos encontraríamos con dos países en vez de uno, el de los valones y el los flamencos, donde los perjudicados serían l@s ciudadan@s.
En lo anterior, a mi juicio, se basa la permanencia o no de la monarquía, en la persona, capacitada o no para robustecer una patria indisoluble que a todos conviene (hay mil estudios sobre la pérdida económica de una Cataluña independiente y su efecto rebote en la española, lo que abismaría a las clases medias y trabajadoras).
Siempre se dijo y escribió que el príncipe era el mejor preparado de los europeos, en estudios y percepción de la patria cuya corona, si el huracán de la historia no se lo hubiera llevado, habría de calarse. También tenía que demostrarlo. Felipe VI no sólo ha heredado el olfato y muñeca de su predecesor, sino que ha modernizado la institución (un dato de tantos: ha apoyado al colectivo LGTBI), además sin realizar ninguna injerencia en asuntos judiciales que afectan a su entorno y han veteado el trono que él, con la prudencia justa y de justicia, ha sabido rebruñir. Felipe VI lleva casi cuatro años con mando en plaza. En la actualidad, con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y el ejército que él capitanea, la monarquía es la institución más valorada por los españoles (CIS). Los republicanos recalcitrantes lo niegan, insultando en cierta manera a sus coterráneos, creyendo que son imbéciles, cuando nuestro pueblo, al margen del poder, siempre ha estado a la altura de la historia (las Cortes de Cádiz por ejemplo). Los datos hablan por si mismo; el soberano, en consecuencia, es soberano bajo la soberanía, y valga la redundancia, de los españoles. Su conducta ejemplar con la situación de su cuñado/excuñado (lo ha defenestrado de la familia real: obligación y creencia personal mandan), y su defensa del artículo 155 aplicado a Cataluña (las fuerzas independentistas que no los catalanes forzaron su implementación por el gobierno, al que no le quedó más remedio), le han hecho ganarse el trono, sobre todo el último hecho, al igual que a su padre la tarde noche de la tamborilada de sables. Y ahí sigue Felipe VI, a pico y pala, trabajándose las lentejas cada jornada, contra los vientos de los calendarios que, pese a serle desfavorables, sabe bandear con cautela, sin franquear en ningún momento sus límites constitucionales.
En España, mientras existan lo nacionalismos, necesitaremos un rey, pero uno de talante juicioso como el actual, a fin de no fracturar irremediablemente la nación, un término no discutible desde lo razonable. Por fortuna y por lo que conocemos, la infanta Leonor está recibiendo una educación similar a la de su progenitor.
No puedo calcular el tiempo que será imperativo tener un rey y/o una reina siempre riguros@ en lo moral, lo político y lo intelectual (en Felipe VI concurren las tres condiciones), pero conjeturo que bastantes décadas.
Daniel Múgica es autor de “La dulzura”.