Mihi quaestio factus sum”: me he convertido en un enigma para mí mismo

El sacerdote Roberto Esteban Duque escribe un libro sobre san Agustín que podríamos clasificar en la categoría de filosofía pura. Para nuestro autor, “toda la vida de san Agustín fue una intensa búsqueda de la definición del hombre”. En un primer capítulo, se adentra en responder a la pregunta sobre el posible dualismo antropológico agustiniano, inviable, según el autor, que mantiene como hipótesis de interpretación más razonable que Agustín, pese a su formación neoplatónica, habría sostenido explícitamente la unidad substancial del hombre.

Toda la obra de Agustín está marcada por el deseo. De acuerdo con el obispo de Hipona (y a diferencia de una cierta lectura relativamente clásica de Pascal), el deseo puede ser el comienzo de la relación del hombre con el Absoluto. Considerada una de las cuatro pasiones básicas, el deseo (appetitus) no es sólo un movimiento aislado de la voluntad, sino el detonador de todo movimiento que el alma realiza y de todo proyecto que el hombre emprende en aras de la consecución de todos sus fines, que, a su vez, están siempre ordenados a la consecución del Bien perfecto (Summum bonum), el fin último.
Este deseo, sin embargo, no sabe de sí, no conoce bien su objeto, no logra constituirse del todo de manera satisfactoria a lo largo de la vida. El deseo sabe de sí mismo sólo de una manera confusa y busca descanso en donde puede encontrarlo: “no está el descanso donde lo buscas. Busca lo que buscas, pero sabe que no está donde lo buscas. Buscas la vida en la región de la muerte (regio mortis): no está allí”.

Según Esteban Duque, doctor en Teología, existe un antes y un después en la disposición intelectual de san Agustín. Este cambio se producirá cuando pasa de la filosofía a la teología. ¿En qué consiste este giro teológico? Para el joven Agustín, la filosofía platónica representaba la verdad, para el obispo de Hipona se convierte en una gramática conceptual para dar mayor expresión a la “verdadera filosofía”, la filosofía de Cristo, única fuente de verdad. Mientras que antes del giro, san Agustín, como los filósofos griegos, asignaba el primado al intellectus, a la sapientia, a la veritas, después del giro transfiere el primado a la voluntas, al amor, a la caritas.

Esteban Duque mostrará, en un segundo capítulo, la influencia de san Agustín en el pensamiento occidental. Piensa María Zambrano que “San Agustín ha sido el padre de Europa, el protagonista de la vida europea”. Agustín es padre de la cultura europea, en primer lugar, porque supera el estado de escepticismo en que se encontraba sumida la filosofía de su época; en segundo lugar, porque trastoca la imagen que el hombre poseía de sí mismo, cargándolo de un dinamismo interior, haciéndolo retornar de las cosas, que le dispersan y distraen, a su propio centro, y descubriendo una nueva ruta para trascendernos, que pasa justamente por el reencuentro de nosotros mismos; y por último, porque cambia el giro de la historia haciéndola rotar hacia nuevas expectativas, una nueva esperanza que la dinamizar.

El sacerdote conquense, después de elaborar un complicado análisis sobre la importancia del hiponense en la obra de distintos filósofos, abordará dos temas que ocuparon el interés de Agustín: Dios y el alma. Desde el punto de vista del hiponense, a la filosofía le preocupan dos problemas: “uno concerniente al alma, el otro concerniente a Dios. El primero nos lleva al propio conocimiento, el segundo al conocimiento de nuestro origen. El propio conocimiento nos es más grato, el de Dios más caro; aquél nos hace dignos de la vida feliz, éste nos hace felices. El primero es para los aprendices, el segundo para los doctos”. La sabiduría que busca la filosofía es el conocimiento de Dios y el alma: “dos realidades que, siendo totalmente incorpóreas, para ser conocidas requieren una separación radical de este mundo. La filosofía es, por ello, una actividad extremadamente exigente, que requiere la libertad de otros empeños (el otium) y se alcanza en la vida en común con otras personas dedicadas al mismo ideal”.

En otros términos, si lo mejor que tiene el hombre es su mente, y esta última es creada por Dios, se sigue que lo mejor que pudo suceder al hombre es el haber sido creado por Dios con esta mente, para que viva, no sólo según el hombre, sino según Dios. A juicio del hiponense, una filosofía seria y digna de ser tenida como tal, cualquier que sea su procedencia, debe aceptar implícita o explícitamente que existe un Dios único, creador del universo, luz de las cosas que deben conocerse y bien de las que deben practicarse. Ha de reconocer, además, que en Dios está el principio mismo de la naturaleza, de la verdad, de la ciencia y de la felicidad humana.

La noción de Dios en Agustín, como lo han demostrado Goulven Madec o Ives Meesen, es una noción eminentemente relacional, no objetiva y siempre en movimiento; es un Dios que “acontece” en la existencia de manera no programable y liberadora. Es una realidad abierta a la libertad, es promesa y llamada, y no un objeto estático de culto con anquilosamientos de entidad mundana. Para san Agustín, Dios no es un objeto más del mundo, sino siempre una realidad relacional que trasciende toda posibilidad de representación y de mundanización, lo que queda demostrado no sólo a partir de la descripción de la inquietud, como una situación humana que no puede encontrar satisfacción nunca como ningún objeto que tenga alguna traza de mundo, sino también explícitamente a partir de la fenomenología de la religión que el propio Agustín elabora en muchos lugares.

La doctrina del alma que enseña el filósofo africano la obtuvo de su propia alma. El alma se autoconoce. A partir del autoconocimiento, de las experiencias vividas por los hombres, de los principios de la argumentación, de las disputas de las herejías de la época y del apoyo en Platón y Plotino, adquiere un enorme caudal de saber sobre sí mismo. Nicolás de Cusa, en Visione Dei, expresa lo siguiente: “Mi rostro es verdadero rostro porque tú me lo has dado. Y mi rostro es también imagen, porque no es la misma verdad, sino una imagen de la verdad Absoluta”. Puesto que el Absoluto es y contiene en sí toda verdad, devuelve a las criaturas el reflejo de su propio ser divino. El ser humano, por tanto, encuentra en su alma la verdad de sí mismo porque es un reflejo de su creador, que le ha dado su ser y su verdad. Por eso, el autodescubrimiento supone encontrarse con Dios mismo.

Junto a esta enseñanza está, en segundo lugar, el testimonio de su vida. El conocimiento de la propia intimidad se traduce a las acciones, no es independiente de la vida práctica: ser verdaderamente lo que uno es implica vivir en coherencia con eso. San Agustín enseña y realiza en su propio ser la aventura de la interiorización, de entrar dentro, encontrarse allí consigo mismo y trascender hasta Dios: una senda interior de reditio, conversio y ascensio. Un medio tengo para subir a Dios, dice el santo: el alma. Por ella subiré.

El estudio sobre san Agustín llevado a cabo por nuestro autor, que asumirá finalmente una perspectiva más teológica, hará coincidir la felicidad del hombre con el Dios uno y trino. La filosofía que había desvelado el deseo universal de felicidad resulta impotente para hacer feliz al hombre. El ser humano debe abrazar la fe en Cristo, que con su encarnación y su Pascua redentora ha abierto a la humanidad las puertas de la felicidad. Pero no basta dar a conocer a Cristo, es necesario amarlo. El ser humano se juega su felicidad en su capacidad de abrirse confiadamente al Misterio. Esta convicción se apoya en la fe de quien se sabe redimido por Cristo. La encarnación y la redención de Cristo desvelan para el santo el amor sin medida del Dios uno y trino que, desde la plenitud de su felicidad, se hace felicidad de lo humano.

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