Fue un mal día para la banca española, ese quinto poder que ejerce más influencia en un país que los otros cuatro juntos. En apenas 24 horas las élites financieras han cosechado dos serios reveses, uno dado por el Gobierno socialista y otro, por fin, por la Justicia, que en los últimos tiempos se había mostrado algo condescendiente con los abusos bancarios. El primer tirón de orejas lo recibía la banca a primera hora de la mañana, tras filtrarse a la prensa una conversación privada de la subgobernadora del Banco de España, Margarita Delgado, con su plantilla de inspectores, a los que envió una orden muy seria: se acabó defender a la banca. El segundo varapalo llegaba de la mano del Tribunal Supremo, que en una sentencia histórica concluía que es el banco y no el cliente quien debe correr con los gastos que acarrea un préstamo hipotecario.
Estamos hablando de un gravamen de entre el 0,5 y el 2 por ciento sobre el importe total del crédito −derivado de los gastos que ocasionan los actos jurídicos documentados de las escrituras del inmueble−, lo que se traduce en cientos de millones de euros y miles de consumidores beneficiados en toda España. Solo un préstamo hipotecario por la compra de un piso valorado en 100.000 euros genera gastos al comprador de entre 500 y 2.000 euros, otra pesada losa para muchos españoles que ya de por sí lo tienen complicado para encontrar una vivienda asequible.
Con esta resolución judicial, el Supremo cambia su propia doctrina en este asunto, que venía siendo la contraria, es decir, que hasta ahora era el firmante del préstamo, el comprador, quien se hacía cargo de todos los gastos. Los consumidores están, por tanto, de enhorabuena, ya que el pago de esta cláusula suponía un abuso de derecho que recaía sobre la parte más débil e indefensa del contrato.
Ambas decisiones, la del Banco de España de endurecer los mecanismos de supervisión sobre los bancos, y la sentencia sobre gastos de hipotecas del Tribunal Supremo, suponen dos balones de oxígeno para la devaluada democracia española, que en los últimos años se estaba deslizando peligrosamente hacia un sistema donde ya no gobiernan los legítimos representantes del pueblo en el Parlamento sino las oligarquías financieras. La prueba es que nada más conocerse la histórica sentencia, la Bolsa empezó a desinflarse, sin duda en una especie de castigo de los mercados y de las élites económicas a ese sector de la Justicia “rojilla” que todavía lucha por conservar lo poco que nos queda de un principio constitucional tan maltratado como es la igualdad de derechos de todos ante la ley. Han sido demasiados años de poder bancario absoluto, de abusos, de latrocinios, de crueles desahucios e intereses crediticios desorbitados, unas prácticas que no han sido debidamente perseguidas, como acaba de reconocer la nueva subgobernadora del Banco de España en su sorprendente reunión con la plantilla de inspectores.
La primera conclusión que debemos extraer del día de ayer es que hay partido, y lo hay porque un Gobierno progresista, el de Pedro Sánchez (bien sujeto por Podemos) ha decidido no entregarse sumisamente al poder financiero, sino plantarle algo de cara y enviarle un aviso a navegantes: no todo vale en el sistema liberal caníbal; los ciudadanos tienen derechos que no pueden ser pisoteados; el dinero no debe ser dueño y señor de la vida política y social de un país. Las palabras de Delgado son altamente reveladoras de que desde Moncloa se ha impartido la consigna de que el Banco de España no puede ser una sucursal más de las grandes entidades financieras de este país, sino un organismo interventor, fiscalizador, regulador y sancionador que frene los abusos y corruptelas de la banca. Nos jugamos mucho en ese envite, ya que dar rienda suelta a los desmanes del gran capital sería tanto como cometer los mismos errores que desencadenaron la terrible crisis económica que aún hoy no hemos superado.
Por otra parte, la sentencia del Tribunal Supremo demuestra que cuando los magistrados son imparciales e independientes de verdad se pueden corregir, por la vía de las resoluciones judiciales, las corruptelas que supura nuestro sistema financiero. En los últimos tiempos habíamos asistido a casos que se han cerrado en falso o con sentencias excesivamente benignas para aquellos directivos de las cúpulas bancarias responsables del crack del 2008. El sumario de las preferentes de Bankia, que acaba de archivarse al considerar la Audiencia Nacional que no existió estafa pese a que miles de ahorradores perdieron sus fondos de forma injusta, es una buena muestra del inmenso poder que tienen los bancos y lo complicado que resulta para los consumidores ganar una batalla contra ellos. Otro asunto, el de la quiebra del Banco Popular, cuya investigación sigue embarrancada, hace presagiar que más de 200.000 familias pueden quedarse sin recuperar sus ahorros perdidos. Por eso resulta tan importante la sentencia de ayer del Supremo, porque arroja un rayo de esperanza de que no todo está perdido y de que se puede revertir la situación siempre que al frente de los órganos judiciales haya jueces y magistrados realmente imparciales. De ahí que la reforma más importante que tiene pendiente este país sea la de la Administración de Justicia, muy degradada en los últimos años por la politización que viene sufriendo y la falta de medios de la que adolece a la hora de investigar grandes casos.
No, no fue ayer un buen día para esos poderosos ejecutivos (y ejecutivas) que cobran auténticas millonadas por engañarnos con nuestro dinero y que desde sus despachos invisibles mueven los hilos de la economía, y de nuestras vidas, a su conveniencia. Como tampoco lo fue para las derechas, Pablo Casado y Albert Rivera mediante, que andan por Bruselas dando la imagen de una España derrochadora que no se corresponde con la realidad y criticando un pacto de presupuestos, el firmado por Sánchez e Iglesias, que no hace más que recuperar para las clases humildes algunos derechos legítimos perdidos durante los años de recortes de Mariano Rajoy. Quizá solo haya sido un espejismo, una tibia ráfaga de aire fresco en una habitación cerrada que huele a rancio, como es esta España que hace tiempo vendió su alma al diablo de la banca. Una pequeña alegría en medio de la frustración y de la rabia. Y es que de la ilusión que producen estas pequeñas victorias vive el pobre.