El recuerdo de un acto criminal perpetrado por la banda terrorista ETA hace hoy 20 años, nos reúne aquí para dar fe con nuestra presencia de una máxima que debe de trascender más allá de consideraciones políticas hasta llegar a lo más íntimo de la condición humana, una máxima que bien podría rezar así: perdonar no es olvidar, es recordar sin odio con el menor dolor posible.
En mi recuerdo, con 19 años y apenas comenzados mis estudios universitarios, está ese crimen, como tantos otros sufridos por muchísimos ciudadanos cuyo único delito era el de no compartir de forma pública y notoria las ideas de los criminales en unos casos; el de servir con honor y dignidad en las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado en otros, e incluso, el delito se extendía en muchas ocasiones al mero hecho de existir.
Miguel Ángel Blanco, un joven político de 29 años, que existía, y existía en el servicio público sin enfrentamientos violentos con las posiciones radicales; existía en su trabajo cotidiano como concejal de una población de apenas 15.000 habitantes; existía defendiendo una opción política cuyos enunciados distaban mucho de los de sus ejecutores.
Por eso, por existir de esa manera y no hacerlo atendiendo a los desvaríos de unos pocos, esos pocos decidieron, en una incomprensible dinámica de terror y sobre todo de odio, que debía dejar de existir.
Nosotros, los demócratas de la España de nuestros días no albergamos ese deleznable sentimiento. Jamás odiaremos a alguien por razón de discrepancia en el ideario político por muy antagónicos que sean nuestros posicionamientos. De lo contrario, si cayésemos por simple debilidad humana en esa tentación, nuestra condición de demócratas solo sería una careta que el pueblo soberano, más pronto que tarde, nos arrancaría sin titubeo alguno.
Sí recuerdo con suma claridad las imágenes en televisión y en prensa de la reacción en masa de aquella población clamando justicia ante tan cruel barbarie. Una población que, con su dolor y rabia contenida, no hizo distingos partidistas y se echó a la calle dando cuerpo a lo que ha quedado para la historia de nuestro país como el “Espíritu de Ermua”.
Por eso, sin distingos partidistas, sin etiquetas de representación orgánica alguna, sino como simple ciudadano, desde la humildad y desde el honor que para mí representa el pronunciamiento de estas palabras, como uno más de mi generación, deseo vehementemente transmitir:
ETA no está disuelta, está simplemente inactiva y que su disolución pasa ineludiblemente por solicitar “el perdón” sin condicionantes a sus víctimas y a sus familiares.
Acaecido esto, quizás el perdón allane el camino incluso del olvido.
Ahora ruego un minuto de silencio en honor y memoria de Miguel Ángel Blanco Garrido.