Corrían los años noventa cuando a alguna lumbrera del Partido Popular (cuya identidad está aún por confirmar) se le ocurrió que la Comunidad Valenciana era la perfecta gallina de los huevos de oro. El turismo de sol y playa, el boom inmobiliario y la mano de obra barata, sobre todo magrebí y rumana, formaban el abono ideal para los negocios delictivos. El 28 de mayo de 1995, Eduardo Zaplana –que cuatro años antes había sido elegido alcalde de Benidorm gracias a Maruja Sánchez, una concejala tránsfuga también conocida como la “Bienpagá”–, gana las elecciones autonómicas tras firmar el “pacto del pollo” con los regionalistas de Unión Valenciana. Desde el principio, Zaplana propala el mensaje machacón de que, pasadas las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla, ha llegado el momento de que Valencia también haga caja, o mejor dicho, el momento de que hagan caja unos cuantos afines al poder. Es justo en ese instante cuando el bronceado político cartagenero acuña el término “poder valenciano”, el despegue económico que al final solo ha servido para nutrir a las tramas corruptas y hacer correr el dinero negro por tierras levantinas.
La fórmula mágica para conseguir el éxito estaba clara: obras faraónicas y grandes eventos. Todo ello vendido con mucho bombo y platillo mediante costosas campañas publicitarias en las que no falta Julio Iglesias, fichado como embajador de los productos valencianos en el mundo. Nadie se explica hoy qué fue lo que pasó para que una tierra rica y próspera terminara poniendo el cartel de ruina total.
¿Hubo un plan premeditado, un programa calculado para saquear la Comunidad Valenciana o todo fue fruto del azar? ¿Cómo se organizó esa trama de políticos y mafiosos a la que se refieren hoy los jueces tras imputar a 15 consellers de la Generalitat y cien cargos públicos, entre ellos alcaldes, concejales, funcionarios y poderosos empresarios de toda la región? Para responder a estas preguntas hay que remontarse dos décadas atrás.