Nos encontramos en un momento en que la Justicia española está muy en entredicho por los movimientos que está realizando en los casos que tienen relación con el sector financiero. La ciudadanía tiene claro que la banca se beneficia del favor de los tribunales. Lo estamos viendo en la sentencia del pago del impuesto de actos jurídicos documentados, donde, tras las pérdidas en bolsa de los bancos, convocó de urgencia una reunión de los magistrados de la Sala de lo Contencioso para revisar la doctrina o para evitar que se genere jurisprudencia. A partir del momento en que se hizo pública dicha reunión, las entidades financieras volvieron a subir en los mercados. El Caso Banco Popular es otro de los procedimientos que está generando alarma social porque existe una pasividad en la instrucción que desconcierta a los afectados, sobre todo cuando la Justicia de los Estados Unidos o la europea han hecho públicas sentencias o autos de juicio.
La connivencia que la ciudadanía ve entre la banca y la Justicia llega a su punto máximo cuando es el Santander el que tiene que dar cuentas ante los tribunales. Hay juzgados en España en los que todas las causas que llegan de la entidad cántabra son archivadas. La Audiencia Nacional, en concreto el juez Fernando Andreu, archivó el caso de los 2.000 millones de euros ocultos en Suiza, lo que era un claro ejemplo de evasión fiscal. Baltasar Garzón, archivó la querella de Rafael Pérez Escolar por apropiación indebida, cohecho, prevaricación, estafa, malversación de caudales públicos, falsedad en documento mercantil, maquinación para alterar el precio de las subastas en relación de la compra de Banesto y que fue calificada como la «más gigantesca malversación de caudales públicos de la historia financiera española». Todo esto ocurrió tras el escándalo de los cursos de Baltasar Garzón en Nueva York que fueron patrocinados por el Santander.
Las puertas giratorias de la Justicia también favorecen a la banca. Hablamos mucho de la transferencia de cargos políticos a la empresa privada pero pasa desapercibida cómo jueces y fiscales de la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo dejan sus puestos para trabajar como abogados en bufetes privados defendiendo a las entidades que, precisamente, fueron juzgadas por ellos mismos. El caso del juez Gómez Bermúdez es uno de los más paradigmáticos porque en su momento intentó ser presidente de sala en la querella de Pérez Escolar o fue el ponente de la doctrina Botín.
Esta infausta doctrina proviene de la comercialización de 45.000 operaciones por importe de 2.400 millones de euros llevadas a cabo, entre 1987 y 1991, por el Banco Santander de un producto llamado «cesiones de crédito que, por su opacidad fiscal, producía la elusión del pago de impuestos a la Hacienda Pública.
El proceso judicial comenzó por una querella interpuesta por falsedad documental y fraude fiscal contra Emilio Botín, Rodrigo Echenique, Ignacio Uclés y Ricardo Alonso, presidente, consejero delegado, jefe de asesoría jurídica y jefe contable del Santander en aquella época, respectivamente.
El magistrado Miguel Moreiras admitió a trámite la querella y llamó a declarar a Emilio Botín, lo que, según fuentes de solvencia consultadas por Diario16, provocó la ira del presidente del Santander quien, según las mismas fuentes, solicitó a Rodrigo Rato, entonces ministro de Economía, el cese del magistrado y el cambio del fiscal del caso. Poco después, Moreiras fue cesado y el fiscal, que había informado manteniendo la comisión de delitos contra la Hacienda Pública, sería sustituido por Eduardo Fungairiño y retiró la acusación. La magistrada Teresa Palacios continuó la instrucción y conseguió sentar en el banquillo a los acusados, pese a la oposición del fiscal y de la Abogacía del Estado.
La causa se enjuició por la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional sin que se celebrase el juicio ya que el 20 de diciembre de 2.016 se dictó un auto judicial, del que fue ponente el magistrado Javier Gómez Bermúdez, auto en el que, estimando la cuestión previa planteada por el Fiscal, a la que se adhirió el Abogado del Estado y la defensa de Emilio Botín y demás acusados, se acordó el sobreseimiento libre. La acusación popular recurrió en casación dicha resolución, recurso que fue resuelto por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo en sentencia que ratificaba la resolución de la Audiencia Nacional. La sentencia fue recurrida en amparo ante el Tribunal Constitucional. El recurso fue archivado como consecuencia del desistimiento de la acusación de la Asociación para la Defensa de Inversores y Clientes (ADIC).
Según fuentes consultadas por este medio, el desistimiento vino provocado por un acuerdo que, por importe de 15 millones de euros, alcanzaron Emilio Botín y los hijos de don Rafael Pérez Escolar que capitaneaba la asociación ADIC que ejercitaba la acusación popular.
La doctrina Botín puede resumirse en que no puede abrirse el juicio oral, o lo que es lo mismo no puede juzgarse a un acusado, a petición de la acusación popular, si no lo solicitan también el Fiscal o el acusador particular, entendiendo a éste como perjudicado u ofendido por el delito. En este caso concreto de las cesiones de crédito no se podía juzgar a Emilio Botín como autor de delito fiscal porque ni el Fiscal ni la acusación particular o perjudicado, es decir el Ministerio de Hacienda representado por el Abogado del Estado, lo habían interesado, siendo insuficiente la solicitud de la acusación popular constituida por ADIC.
Tan controvertida fue la doctrina Botín que cinco de los catorce magistrados formularon voto particular contrario a la misma: José Manuel Maza Martín, Julián Sánchez Melgar, Perfecto Andrés Ibáñez, Miguel Colmenero y Menéndez de Luarca y Joaquín Delgado García.
Llama la atención el voto particular de Perfecto Andrés Ibáñez, que criticó sin ambages la doctrina Botín poniendo en evidencia el cambio de postura de la Fiscalía y la actuación de la Abogacía del Estado a la que reprochó que ejerciese de abogado defensor del acusado Emilio Botín:
«Lo cierto es que cabe otra inteligencia de este orden normativo: la sostenida de manera regular a lo largo de más de un siglo por la doctrina procesalista y los tribunales. E incluso por el Ministerio Fiscal, antes de su llamativo cambio de actitud con ocasión de este asunto. En el que —sumando atipicidades— concurre también un desacostumbrado modo de operar del Abogado del Estado, cuya renuncia al ejercicio de la acción, ciertamente inusual, le obligaba a dejar la causa, pero no a asumir en ella la paradójica posición de oficioso coadyuvante de la defensa. Pues, en el proceso penal, el acusador particular no tiene más alternativa que permanecer como tal o retirarse: tertium non datur».
El mismo magistrado mantuvo que el modelo de Estado constitucional español no parte del principio de confianza en las instituciones, sino del «sano principio de desconfianza frente a todo ejercicio de poder», razón por la que se incorporó a nuestro ordenamiento la acusación popular, sobre todo por la desconfianza hacia el Fiscal por la «nutrida fenomenología empírica, histórica y actual, acreditativa de la, tan demostrada como indeseable, universal exposición y permeabilidad del Ministerio Público a las sugestiones y contingencias de la política en acto, en perjuicio de la (que debería ser) exclusiva sujeción a la legalidad». Perfecto Andrés Ibáñez acusó al Abogado del Estado y Fiscalía de operar «dentro y en la proximidad del ejecutivo, respectivamente» y consuma su crítica calificando a la doctrina Botín de «innovadora interpretación que, a instancia del Fiscal, ha llevado a cabo la Sección Primera de la Audiencia Nacional» que «conduce directamente al absurdo».
El Magistrado continuó su crítica dedicando los siguientes epítetos a la interpretación realizada para llegar a la doctrina Botín: «singular patrón interpretativo de corte microliteralista», «sorpresivo radicalismo literalista sin precedentes», «audaz y sorprendente pauta interpretativa», «lógica superficial», «peculiar patrón hermenéutico», «incorrecta y nada rigurosa». Del mismo modo, concluía que la interpretación utilizada para deducir la doctrina Botín comportaba «la esencial ruptura del sistema de la Ley de enjuiciamiento criminal». Por el contrario, hacía una defensa encendida de la acusación popular como «institución benemérita, esencial para suplir vacios de iniciativa institucional en la persecución penal» como «factor de salud pública».
Por su parte, el voto particular de Julián Sánchez Melgar hace un pormenorizado estudio de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y de la jurisprudencia del Supremo, del Constitucional y de la propia Audiencia Nacional para demostrar que la interpretación que llevó a la conclusión de la doctrina Botín «no puede sostenerse», chocaba «contra los principios procesales», iba «en contra de toda nuestra tradición procesal y de la existencia misma de la institución de la acusación popular», era «contraria al espíritu de la norma» y que nunca fue «seguida ni por la jurisprudencia del Tribunal Supremo, ni por la de las audiencias provinciales ni por el Tribunal Constitucional».
Sánchez Melgar, a través del estudio de la Jurisprudencia y de la ley en su conjunto, llega al componente principal de la acusación popular que es su carácter público y, por tanto, ejercitable por todos los ciudadanos españoles y no sometida, subordinada ni dependiente del Ministerio Fiscal ni de la acusación particular.
El resto de votos particulares son coincidentes con los de Julián Sánchez Melgar y Perfecto Andrés Ibáñez. Es destacable la afirmación del difunto magistrado del Tribunal Supremo y ex Fiscal general del Estado, José Manuel Maza, conforme a la cual la interpretación consagrada en la doctrina Botín supondría «un inexplicable caso más de esquizofrenia procesal».
Los votos particulares mencionados demuestran que la doctrina Botín fue el resultado de una interpretación radical y literalista, alcanzada mediante un patrón hermenéutico peculiar y superficial, impuesta por el Ministerio Fiscal, tras un inexplicable cambio de criterio también defendido por la Abogacía del Estado que, en vez de abandonar la causa al no ejercitar la acusación particular, hizo las veces de defensor del acusado siguiendo los presuntos mandatos del gobierno de turno para salvar a Emilio Botín de lo que era una inexorable condena por delito fiscal, sacrificando para ello los intereses de las arcas del Estado y dejando al descubierto las vergüenzas de la Justicia que, como podemos comprobar a diario, siguen al aire porque la ciudadanía tiene la intuición de que en los tribunales «siempre gana la banca».
Para finalizar debemos recordar que, con posterioridad a la aplicación de esta doctrina a Emilio Botín y resto de acusados del Santander, no se aplicó más: ni al expresidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa, ni a la Infanta Cristina. Esto demuestra que fue una doctrina creada ad hoc para Emilio Botín.