La Iglesia Católica es una institución claramente patriarcal. Los propios dirigentes se denominan «patriarcas». Este hecho ya da una idea de cuál es la situación de una confesión cuyos actos entran en constante contradicción con lo que debería ser el mensaje sobre el que se asienta su prédica. Igualdad, amor fraterno, comprensión hacia el otro, perdón son algunas de las palabras que repiten cada día los eclesiásticos. No obstante, sus hechos demuestran que esas palabras no son más que algo escrito en un libro y que no posee su transformación en la realidad. Presuntamente la Iglesia Católica defiende la igualdad entre todos los seres humanos y denuncia todo aquello que a priori genera cualquier tipo de discordancia. Pero esa pretensión igualitaria se queda en el muro de la misoginia o del más puro machismo al tener relegadas a labores secundarias a las mujeres, tanto a las que están dentro de la organización como las que a través de su fe se acercan día a día a los templos.
Las mujeres suponen un 60% de los integrantes de la confesión, principalmente dentro de órdenes, casi dos tercios que no tienen ningún poder ni ninguna capacidad de decisión. Están entregadas a la oración o a las labores propias que la congregación tiene como actividad, educación y atención a los desfavorecidos principalmente. Por otro lado, los hombres son los que ocupan todos los puestos de importancia, desde el Papa, pasando por cardenales, obispos o sacerdotes. La propia idiosincrasia hace que las mujeres estén sometidas a los dictámenes de los hombres, independientemente del lugar que ocupen dentro de los cuadros de la institución. Hay órdenes que tienen una parte masculina y otra femenina y éstas están sometidas a los dictados de aquéllas.
Otro ejemplo de la marginación que la Iglesia Católica practica hacia las mujeres es el número de ellas que ha recibido el título de «Doctora de la Iglesia». Este título es otorgado por el Papa o por un Concilio Ecuménico a ciertos santos como un modo de reconocimiento a su sabiduría y a que sean tratados como maestros de la fe para todas las generaciones católicas. Actualmente hay 35 doctores y sólo 4 mujeres: Caterina da Siena, Teresa de Jesús, Thérèse de Lisieux e Hildegard von Bingen.
Incluso tenemos el caso de la papisa Juana, una leyenda popular, pero con visos de que pudo haber ocurrido y que la propia jerarquía eclesiástica ha intentado dejar en una historia del pueblo sin ninguna importancia. ¿Realmente una mujer se puso las sandalias del pescador? Hay que tener en cuenta que incluso en la catedral de Siena tuvo un lugar para la veneración de los fieles. Hay que tener en cuenta que, tras el escándalo provocado por el descubrimiento de la feminidad de Juana, la Iglesia procedió a realizar una verificación de la virilidad de los Papas electos: un miembro ordenado palpaba los órganos sexuales para confirmar que se trataba de un hombre y si era así se proclamaba que «duos habet et bene pendentes» (tiene dos y cuelgan bien). Por otro lado, se ha intentado silenciar a mujeres como Marozia de Spoleto o a Olimpia Maidalchini, mujeres que tuvieron una influencia importantísima en la Iglesia medieval porque detentaron más poder que los propios Papas.
Las prohibiciones a las mujeres en la Iglesia a lo largo de la historia
Durante muchos siglos la mujer era considerada por la Iglesia como «ritualmente impura» y por ello, por ser una criatura impura, no se le podían encomendar las realidades sagradas de Dios. En los primeros siglos del cristianismo y a causa de que aún se mantenían algunos aspectos de la tradición rabínica se separaba a la mujer de la religión durante los días de la menstruación o durante la cuarentena post-parto ya que esos periodos eran considerados impuros. Los primeros grandes teólogos o los Padres Latinos (Tertuliano, San Jerónimo o San Agustín) introdujeron en la moral cristiana el estigma de la corrupción natural de la mujer y de la sexualidad como transmisora del pecado. En los siglos V y VI se prohibió a las mujeres que fueran ordenadas diáconos porque la menstruación las hacía impuras de cara a Dios. En el siglo VII se prohibió a las mujeres menstruantes recibir cualquier sacramento y la entrada en los templos, al igual que durante los 40 días posteriores al parto. En el siglo IX en obispo Teodolfo de Orleans prohibió a las mujeres entrar en los templos porque «las mujeres deben recordad su enfermedad y la inferioridad de su sexo; por tanto, deben tener miedo a tocar cualquier cosa sagrada que está en el ministerio de la Iglesia».
En la Edad Media las prohibiciones siguieron haciendo mucho hincapié en la impureza de la mujer que, finalmente, entró en el Corpus Iuris Canonici, el Código Canónico que estuvo vigente hasta el siglo XX (1916). A la mujer no se la permitía distribuir la comunión, enseñar en la iglesia ni bautizar, tocar los vasos sagrados o las vestimentas rituales. También se les prohibía recibir la comunión mientras estaban menstruando o llevar puesto un velo que apartara a la forma sagrada de su natural impureza.
En la reforma del Código Canónico de 1917 las mujeres eran la última opción como ministras del bautismo, no podía ser servidoras en el altar, debían cubrirse la cabeza para entrar en cualquier templo, se las prohibía predicar en la iglesia y no podían leer las Sagradas Escrituras. Se recalcaba, igualmente, que una mujer no podía ser ordenada sacerdote. Todas estas prohibiciones y limitaciones respecto al género masculino seguían determinadas por el hecho de que la mujer fuera un ser impuro. Incluso se prohibía cantar a las mujeres.
Este Código Canónico estuvo vigente hasta el año 1983 y, paradójicamente, fue reformado durante el papado de uno de los pontífices más reaccionarios de los últimos siglos, el Papa polaco Karol Wojtyla. En este nuevo Código Canónico levantó algunos de los cánones que dejaban a la mujer como un mero objeto al servicio del hombre. Se las permite leer las Sagradas Escrituras durante la liturgia, servir en el altar, liderar grupos litúrgicos, distribuir la comunión o ser ministras del bautismo. Sin embargo, se mantiene la prohibición de la ordenación sacerdotal para las mujeres y reserva en exclusiva el lectorado y el ministerio acólito a los hombres.