Me ha sucedido ya varias veces, incluso muchas veces: salgo del Corte Inglés con el eco de una sonrisa que no acaba de querer irse de mi cara. ¡Son tan amables! ¡Me tratan tan bien!

En algunas ocasiones acudo al Corte Inglés, al Corte Inglés de Méndez Álvaro que es el más cercano a mi casa, acompañado de mi hijo y mi mujer. Cuando vamos en familia normalmente llevamos una misión concreta en la cabeza: una chaqueta, unos zapatos, un perfume, un nuevo juego para la Nin Switch… o incluso un piano. Pero siempre, compremos o no lo que hayamos ido a buscar, salimos encantados, los dos o los tres, y nos es imposible evitar comentar entre nosotros y en voz alta:

-¡Qué maravillosos son los empleados del Corte Inglés!

Hubo un tiempo que no, hubo un tiempo que hasta el mismísimo Corte Inglés pareció contagiarse del tono malmodiento con el que se dirigía el empleado al cliente por doquier. Eran los tiempos, en teoría y por otra parte muy buenos tiempos, anteriores a la crisis. Sobraba pasta y si a alguien le echaban de un trabajo encontraba otro en dos segundos, si el cliente se iba ya aparecería otro… pero esa es otra historia. Dejémoslo en que hubo un tiempo en los que ni siquiera los afamados dependientes del Corte Inglés hacían que los clientes se sintieran satisfechos, educadamente tratados, bien. Pero ahora sí. Ahora otra vez vuelve a ser una maravilla visitar el Corte Inglés.

Camino varias horas todos los días, solo a poder ser, y a veces entro en el Corte Inglés de Méndez Álvaro para comprobar si aún les queda algún ejemplar de la novela que sacamos el año pasado: EL HOMBRE QUE INVENTÓ MADRID (siempre sí), o a mirar cámaras de fotos (porque la Sony amenaza ya con morir, y la anterior, la Panasonic Leica, hubo que dejarla en segundo plano porque le entró polvo en el interior, supuestamente estanco).

Eso ha sido hoy. He entrado a mirar cuchillas de afeitar; y más tarde he echado un ojo a las cámaras de fotos.

-¿Le puedo ayudar en algo?

Pero dicho con una amabilidad desarmante, no como lo he escuchado mil veces en el pasado: en tono inquisitorio y casi amenazante: si no va a comprar algo, lárguese. La chica de las cuchillas de afeitar parecía la personificación del Tao: «el buen comerciante sirve al bien común«.

Lo de la cámara ha sido aún mejor. En la actualidad todo está colocado en el gran almacén de modo que es fácil de encontrar y ver cualquier cosa: como en Harrods de Londres en sus mejorcísimos tiempos. De hecho, tras las cuchillas, ya me iba a ir, pero mi mirada se ha encontrado con el departamento de fotografía, y nada perdía por acercarme. Sólo a ver, a echar un vistazo, era la idea. Y sin embargo ahora creo que ya sé la cámara que quiero y necesito, y pienso comprarla en el Corte Inglés: la mujer que me ha atendido se lo ha ganado (Barquillo Street ha perdido todo el interés). Ha estado al menos diez minutos conmigo, interesándose -¡y parecía realmente interesada!- en qué tipo de fotografías suelo hacer: tamaño, calidad y hasta temática. Impresionante. Un diez.

He salido del centro comercial, como ya he dicho al principio, con el eco de una sonrisa feliz en la cara, sonrisa que aún es capaz de regresar a mis labios mientras dicto.

Soy hombre que agradece infinitamente la bonhomía, la amabilidad. Y por ello, como prueba de mi contento y agradecimiento, yo Javier Puebla, escritor que antepone la ética y la libertad a cualquier otra cosa (al dinero también), aplaudo desde estas líneas a las personas que logran convertir en una experiencia agradable y lenitiva algo en teoría tan simple y frío como ir a comprar una chaqueta, o unas cuchillas de afeitar, al Corte Inglés.

 

(artículo dictado por Javier Puebla y mecanografiado por Ángel Arteaga Balaguer)

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