Y es que la depresión es cruel en todas las formas que se presente.
La depresión roba tu identidad, tu dignidad, tu tranquilidad.
La depresión se hace dueña de todo lo que eres en todas tus formas.
La depresión te arrincona sin preguntarte. Ella llega sin previo aviso, y cuando te saluda, ya te está abrazando. Y te empieza a consumir.
Tan desesperada, tan frágil, tan triste y sin fuerzas para moverte.
Y es que la culpa, te atrapa, te ahoga, te ciega y te destruye.
Amanecer pensando en que no mereces vivir, lo normalizas.
Conducir cada día con visiones y alucinaciones, se convirtió en normalidad.
Y caminar por la calle sin poder mirar a alguien, ni mantener una conversación fluida y básica, era lo habitual.
Convertí en rutinario, salir en plena noche, cuando llegaba ése pensamiento intrusivo, para anularlo, para seguir ganando tiempo, huyendo de ésa perversión y honda seducción que te quiere consumir para terminar contigo.
Ésa locura que te persigue constantemente, y que cada hora del día y de la noche, luchas para no obedecer, sin antes cuestionar.
No quería que mis oídos se volviesen sordos a la vida, y mis ojos se cegaran ante el desafío que suponía enfrentarme a ése monstruo.
Algunos médicos pensaron internarme. Otros no. Y en ése desbarajuste, me encontraba yo. Desorientada, sin entender nada.
La locura me dio la mano diplomáticamente, y planeaba mi final constantemente.
La depresión, enamoró hasta mis entrañas, se hizo dueña de todo mí ser, y mi alma bailaba a su son. En su perfecta máquina de matar la vida.
He sido muy dura conmigo misma, y todos los días, me perdono por ello.
Porque nadie merece querer dejar de sufrir suicidándose.
Que la vida no se nos convierta en una cárcel para el alma, sino en la liberación con cierta cordura de un alma en paz.
Porque siempre encontraremos la manera, una mejor manera de vivir.
Mientras tanto, trato dignamente de recuperarme.
Porque mi mayor triunfo, es amanecer todos los días.