En el libro Feria Ana Iris Simón hace un recorrido nostálgico de años que no eran ni mejores, ni peores, pero que podrían denominarse como más humanos. Años donde el “mero transcurrir” de los días no era que era señalado como improductivo o asocial. Algo así está ocurriendo con el mundo del fútbol, no es que ahora el juego sea peor, no es que la gente quiera menos a sus equipos, es que los estadios se están convirtiendo en un centro comercial o, casi peor, un campo de internamiento.
En especial los grandes equipos están convirtiendo los estadios en meros lugares de tránsito de turistas, a ser posible del lejano oriente, y de uso exclusivo de piperos (sin pipas) o panenkitas. En algunos casos lo de los piperos es tradición y por ello deben recurrir a las gradas de animación. Los estadios de fútbol hoy son cualquier cosa menos un lugar de encuentro y disfrute de las masas sociales. Que se encuentra la gente, se encuentra, pero dentro del estadio ya solamente falta un señor que te haga sentar o estar callado. Veamos tradiciones que se han perdido o prohibido.
El alcohol dentro del estadio
De momento en los estadios tan sólo queda cerveza 0,0° -salvo que se tenga un palco donde sólo falta la cocaína y a veces…-, nada de brandy Soberano o Magno; nada de la magnífica agua de Palazuelos; nada de uno de los magníficos anises del país (sin necesidad de un Machaquito de 46°); nada de una triste cerveza que lleve ese nombre. A ver, no es que las personas vayan al estadio a mamarse como si fuesen a una discoteca, pero en el duro invierno un buen trago siempre ha ayudado. Siempre queda el recurso a la petaca, salvo que haya cacheo. Y que no es obligatorio tomárselo.
Esos señores con las neveras, por llamarlas de alguna forma, con sus cervezas bien frías y su pila de vasos de plástico de Mahou, Aguila, Damm o Alhambra –no, Cruzcampo no es cerveza que se recomendaba para niños-; esos gritos de “coñaaaccc”, “güisquiiiiii”; se han perdido de los estadios por esa necesidad de los biempensantes de prohibir. Sí se está en un recinto deportivo, pero ¡joder! los que hacen deporte están en el césped. Tampoco se puede fumar, ni vender revistas y tebeos. Esto último igual porque ya no quedan ese tipo de revistas.
Las almohadillas
Casi ya no se ven almohadillas en los estadios. Entre se cambiaron las gradas de madera o de cemento, esas grandes hileras, por incómodos asientos de plástico (que hacen más estético el estadio y se puede hacer publicidad), las almohadillas y los almohadilleros han desaparecido en su práctica totalidad. El culo se queda igualmente helado o mojado, salvo que se lleve de casa algún cojín, pero con la almohadilla se pierde su función fundamental.
¿No es la almohadilla para sentarse sobre ella? Sí y no. Para sentarse mientras dura el partido sí, pero en realidad es la amenaza perfecta para ese árbitro valiente que quiere ganarse la internacionalidad contra el equipo de casa, en especial si el contrario es alguno de los dos sospechosos habituales. Esa lluvia de almohadillas, con la policía utilizando sus escudos en formación de tortuga, es parte del pasado. Ejercía, eso sí, una función memorística para que a la próxima se anduviese con cuidado.
Libertad de expresión
Lo que nos lleva al siguiente punto, la pérdida de la libertad de expresión. Ahora cualquier chanza con algún equipo rival o algún cántico político (que siempre han existido) generan una multa al equipo y la amenaza de cierre del estadio. Lluvia de almohadillas ha existido siempre y no se cerraban estadios, sí multas. Ahora como hay tantos ofendiditos cualquier canción se toma a mal o si todo el estadio llama hijo de puta al árbitro o a un jugador que ha partido la pierna a un jugador local ya hay sanción. Hasta molesta que se silbe la canción de la Champions, que hay que ser idiota para ofenderse por eso.
Sacar pañuelos
Es curioso que cada vez menos las pañoladas se están perdiendo en los estadios. Bien es cierto que casi nadie utiliza pañuelo (a saber dónde se limpian los mocos), no es un elemento habitual del vestuario. Sí quedan los pañuelos de papel y estos mismos valdrían pero se ha perdido uno de sus usos. Una buena pañolada cagándose en la familia del equipo arbitral por una decisión clamorosamente errónea ya no es de uso.
Tampoco lo es para celebrar lo que se da en llamar golazo. Bien es cierto que los panenkitas llaman golazo a cualquier gol que no sea en la línea de meta. Esos no, los golazos de toda la vida: ese cañozano (o empotre) desde muy fuera del área que va a la escuadra; esa chilena; ese gol de espuela; ese gol en plancha a media altura; ese que ha dejado sentados a siete jugadores… esos golazos vamos. Antes se sacaban los pañuelos en signo de admiración, ahora con que no se caigan las pipas va bien la cosa.
El fútbol como comunidad
El fútbol había sido de la gente hasta la llegada de las Sociedades Anónimas Deportivas. Tras hacerse con el control de instituciones sociales, mucho más que económicas, los diferentes mandatarios han ido haciendo de las suyas con el objeto de expulsar, sutilmente, cualquier atisbo de comunidad (patrias las califica Antonio Hedilla) que hubiese en los clubes. Cuando se iba al fútbol lo más emocionante era verse con los “amigos de grada”, darse un baño de comunidad (del equipo que sea), charlar con unos y con otros, las previas de tres horas, los viajes en los gozobuses de las peñas, etcétera.
Buena parte de eso persiste, por suerte, pese a las maniobras interesadas de los magnates dueños de los equipos (aunque no sean dueños en sí como pasa en algunos de forma inexplicable). Les interesaría más vender todas esas localidades pero tienen miedo a quedarse con el estadio vacío. También se pierde el sentido de comunidad con todos los panenkitas que están generando desde los medios de comunicación. En vez de disfrutar del todo, van buscando ese toque sutil que no vale ni para una mierda, o se pasan el partido haciendo análisis sin disfrutar, para salir corriendo a la puerta 5 a decir estupideces.
El fútbol, como otros aspectos de la vida, está contaminado del buenismo, del aquí y ahora (esto sólo es gozoso en lo sexual), de la vacuidad, del nihilismo, del mercantilismo hasta de lo más íntimo… De momento no han podido acabar con todo, no han podido meter sus zarpas hasta lo más profundo de los sentimientos de las personas –aunque lo intentan-, por eso el fútbol resiste y 5.000 locos se van a esperar fuera de un estadio a que su equipo gane la liga; o recorren miles de kilómetros para bajar a segunda; o dejan de cenar una noche con la parienta por conseguir dos entradas y que su chavalillo o chavalilla vea su estadio; o se queda sin cenar por una derrota; o se abraza a un desconocido/a en un gol; el fútbol aún tiene algo de humanidad y de comunidad en lo universal… aunque no les guste. Y siempre pueden comprar el libro de Ennio Sotanaz, Memorias del Calderón, para entenderlo.