Hoy Barcelona se ha llenado de banderas españolas y catalanas, rojo y amarillo, una manifestación cívica y pacífica en la que se ha querido contraponer el nacionalismo español al catalán, dando un nuevo paso hacia la división, por más que el lema de dicha concentración sea «¡Basta! Recuperemos la sensatez». Sin embargo, todo va encaminado a realizar una demostración de fuerza frente al independentismo de quienes están en contra del Procés.
El principal y único modo de hallar esa sensatez está en algo que se ha negado y que se continúa negando por ambas partes: el diálogo. Ayer en Madrid se manifestaron miles de personas pidiendo una solución dialogada y en la que sea el pueblo el que tenga la voz para terminar con esta crisis impostada y fabricada artificialmente por los poderes que han querido, precisamente, que el pueblo no tenga la posibilidad de mostrar su posición.
Los nacionalismos son así y se nutren de la máxima del despotismo ilustrado: todo para el pueblo pero sin el pueblo, es decir, todo lo contrario a lo que debería ser el canal democrático de la resolución de los problemas: el consenso y el diálogo. Tanto el nacionalismo español como el nacionalismo catalán se han nutrido de la voz de pueblo pero, a la hora de tomar decisiones o de iniciar procesos de diálogo, se hagan dando la espalda a la ciudadanía pero utilizando la fuerza que tiene cuando sale a la calle a reivindicar sus derechos fundamentales.
En este caso, esa utilización del pueblo ha venido por el choque de trenes del Gobierno Central y del Govern de la Generalitat y la búsqueda del monopolio de la calle. El mayor problema que han tenido es que se han olvidado del pueblo, tanto los unos como los otros porque, aunque desde el nacionalismo catalán se levante la bandera de la democracia, realmente se han tomado decisiones sin contar con el pueblo buscando el enfrentamiento. Exactamente lo mismo, pero con un matiz diferente, ha hecho el nacionalismo español, fundamentalmente porque sólo se han dirigido hacia quienes buscaban el enfrentamiento, tal y como vimos en el discurso de Felipe de Borbón del pasado martes.
Como dijo aquel, todo estaba atado y bien atado. Todos los movimientos que se están produciendo como, por ejemplo, la fuga de empresas o de entidades bancarias no tiene otro fin que buscar el ahogamiento de un nacionalismo por parte del otro. Las entidades que se han ido, lo han hecho de manera temporal y como un modo de buscar la cauterización por los hechos consumados de la manifestación nacionalista catalana. Todo lo que está ocurriendo es impostado porque si las amenazas de salida del tejido empresarial catalán o de las grandes multinacionales fuesen reales y, por ejemplo, el Grupo Volkswagen se fuera de Martorell ya pasaríamos a un escenario de guerra social que nadie quiere, ni siquiera los que pretenden acabar con las pretensiones nacionalistas sin diálogo ni consenso.
En este choque de trenes, en este enfrentamiento de nacionalismos, se esconden muchas cosas. No se ha querido dialogar porque no interesaba el diálogo, más bien al contrario, lo que unos y otros necesitaban era que el enfrentamiento se fuera enconando. Mientras Cataluña lo llena todo, los intereses espurios tanto de unos como de los otros se ocultan tras las banderas, los asuntos sucios de unos y de los otros quedan tapados por los himnos. Esos asuntos e intereses son de tal calibre que había que buscar algo que despertase al pueblo y lo enfrentara. El mejor modo para hacerlo es excitar el patriotismo que todos, por desgracia, estamos dispuestos a activar para enfrentarse al contrario.
Esto es muy peligroso porque realzar el nacionalismo español traerá una consecuencia que estamos viendo en Europa y que en España aún no se ha producido: el despertar de la extrema derecha con sus mensajes excluyentes y sus mensajes patrióticos que no llevan más que hacia la unilateralidad, la autocracia y la muerte del espíritu de la democracia y, por tanto, callar definitivamente la voz al pueblo.
La realidad está en un hecho que es innegable: la tregua de la vida. Desde el mismo momento en que nacemos ya estamos muertos porque la muerte siempre vence. Eso es una verdad inmutable. Todos, tarde o temprano, vamos a morir, pero a cada cual se nos da una tregua que es la vida y el modo en que la vivamos es lo que determina la plenitud del ser humano. La vida es algo demasiado valioso para ser desperdiciado en enfrentamientos que pueden ser arreglados con diálogo. Los propios gritos coreados en la manifestación recuerdan demasiado a otros que mejor olvidar y, desde luego, no son un ejemplo de sensatez: cuando se coreaba «Puigdemont, a prisión», recordaba demasiado al lema de la extrema derecha «Tarancón, al paredón» que era casi un himno de la Transición por parte de quienes no querían ir hacia la democracia sino mantener la dictadura y la autocracia. Por eso, guarden sus banderas y salgan a la calle armados de una bandera blanca, de un tejido sin colores que separan, de un grito que nos una y no nos separe.
Hoy en Barcelona se han llenado las calles de banderas rojas y amarillas con la intención de demostrar fuerza. No se ha buscado la cordura ni la sensatez que sólo se encontrarían en la limpieza del color blanco.