El lunes, su hija Almudena ofrecía la noticia de la muerte de su padre, don Dalmacio Negro. Sí, con el Don delante como muestra de distinción y respeto de todas aquellas personas que han sabido valorar a la persona y su pensamiento. Fallecido el día de su cumpleaños, justo al cumplir los 93, deja tras de sí un legado que, esperemos, no se desaparezca como tiende esta época a hacer con todo aquello que puede resultar molesto.
Don Dalmacio fue profesor mío durante la licenciatura de Ciencias Políticas. Yo no fui alumno suyo en sentido estricto porque la verdad es que me colaba en sus clases para aprender algo. Aquella mastodóntica asignatura de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas (desde los griegos hasta casi aquellos días de las años 1990s) necesitaba de un profesor de categoría, no un simple cuenta historias, sino alguien que no solo ofreciese una clase magistral sino que supiese enlazar las ideas con las formas y al contrario. Y me colaba porque aprendía más con él que con el profesor que tenía asignado y que era de esos de tener que ir con libro a clase (sus libros concretamente) para aprobar. Y como no caí en la carrera por tener malas notas sino con la conciencia de querer hacerla preferí entender la asignatura antes que darle dinero a un señor.
Todo un curso anual allí, tomando apuntes (lástima se perdiesen en una inundación) y aprendiendo mucho, muchísimo. De hecho, el poco o gran conocimiento que poseo de John Stuart Mill se lo debo a don Dalmacio. Que hoy parece ser conocido por otras cuestiones, no menos importantes, pero posiblemente haya sido el profesor-pensador español que mejor haya conocido al ensayista y político británico (junto a Carlos Mellizo). Si quieren disfrutar lean la introducción del libro Del gobierno representativo (Tecnos) del profesor Negro.
Posteriormente, al pasar de curso, el contacto fue más esporádico. Casi siempre por culpa de su amigo Antonio García-Trevijano con el que compartía su desagrado por el Estado de partidos y que nos permitió algunos debates muy sustanciales. Paradójicamente, en aquellos años quienes más atención prestábamos al catedrático éramos una asociación híbrida de gentes provenientes de distintos lugares políticos, con espíritu republicano, y que tenía controlada a la muchachada que luego sería el germen aupador de Podemos (no los podemitas en sí, que ni estaban, ni se les esperaba).
Cuando inicié los cursos de doctorado no pude inscribirme en su curso, pese a que mi tesis y especialidad versaba sobre teoría y formas políticas, por aquellas cosas de peleas entre departamentos. En realidad culpa del director del mío y del director del suyo. Pero sí le pude pedir algún tipo de consejo para trabajar la parte teórica de mi trabajo doctoral. Siempre me dijo que leyese de todo y que aprendiese a entrever las relaciones que existían entre unas cosas y otras. Sin llegar al relativismo, sí incidía en que ningún pensador estaba en posesión de la verdad absoluta y que esos intentos de absolutismo idealista acababan mal, con muertes.
Luego el tiempo y los distintos vericuetos de la vida nos separaron, aunque guardaba buen recuerdo de él (realmente de aquellos años universitarios son pocos los profesores con los que me quedo), hasta que vi que había acabado en el CEU impartiendo clases y algún tipo de seminario. Fue gracias a Manuel Oriol, editor de Ediciones Encuentro, que pude volver a hablar con el viejo profesor (a causa de su longevidad ese apelativo cariñoso le ha perseguido décadas) a raíz de su libro La ley de hierro de la oligarquía, obra de la cual hice una reseña en una de esas revistas de pensamiento que duran tres números.
Luego he podido leerle en los distintos medios donde le dejaban escribir, que no eran tantos, igual por su actitud un tanto esotérica (que diría Ricardo Calleja), esto es, no quiso realmente dejar un legado del tipo “la escuela de los negristas”, igual por sus duras críticas a la realidad actual. Esas críticas que tanto molestan a algunos que se dicen de derechas. Liberal antiguo —si quieren saber qué significa el adjetivo, lean los textos diversos del profesor—, luchador implacable contra el Estado Minotauro —aquí siempre hemos divergido respecto a la naturaleza y la posibilidad de derrumbe del mismo, aunque coincidíamos en los efectos terribles—, defensor de la libertad y apasionado defensor del cristianismo como elemento fundamental de lo que significa Europa —sin negar el laicismo debido mediante la libertad de pensamiento y culto, las cuales solo pueden salvarse gracias al cristianismo (como defendió con ahínco el papa Ratzinger)—.
Paradójicamente donde menos tiempo ha estado ejerciendo la labor profesoral —ese camino socrático de enseñar a pensar y no la docencia de los «pedagogos coñazo»—, el CEU, es de donde más personas han salido a reconocerle los méritos como el gran pensador que ha sido y, esperemos, siga siendo. Muy influenciado por los viejos profesores de la facultad de Políticas, su pensamiento es verdaderamente poliédrico. No se puede decir que sea de esta o aquella escuela sino que en sus textos se podían encontrar pinceladas de toda esa historia de las Ideas de la que fue catedrático, incluso algunos pensadores “izquierdistas”.
La contrarrevolución que para él fue la Revolución Francesa no le llevó a adjurar de la modernidad sino a interpelarla con sus mismas armas. Siempre a la vanguardia de lo nuevo —nunca fue el docente que tiene los folios amarillentos sino que leía y leía y leía casi todo lo que caía en sus manos—, tuvo en la «forma Estado» su mayor contrincante, pues al final era el elemento sagrado de la modernidad —siempre me acuerdo con una sonrisa cuando advertía sobre aquellos que querían extender el Estado hacia atrás en el tiempo, él prefería hablar de repúblicas—, el cual era utilizado para domeñar las mentes y las almas —la construcción del Hombre nuevo (otro lugar donde discrepábamos no por la construcción sino por quiénes)—. Un elemento estructural que, además, estaba vaciando los bolsillos de los ciudadanos-contribuyentes. Y no porque rechazara en sí la sanidad o la educación públicas, sino por otros motivos más que patentes.
Ahora ya no está el profesor y supongo que, tarde, habrá que hacerle algún tipo de homenaje, pero no habría mayor homenaje que algunos de sus libros se reeditasen —pienso en Historia de las formas del Estado de El buey mudo— y otros tuviesen mejor distribución (Encuentro ha reeditado este año La ley de hierro de la oligarquía). Hoy no cabe más que enviar, desde la distancia física, un fuerte abrazo a mi querida (hoy alcaldesa) Almudena Negro y a todos los demás familiares y amigos. Aquí un alumno al que no pudo examinar, pero en el que dejó una huella intelectual enorme —leo muchas veces por encima de mis posibilidades—. Dios le guarde en su ser.