A Miguel Blesa la opinión pública -parece- le retiró la condición de ser humano.

Y a nadie -parece- que le importe ni poco ni mucho su muerte.

Se ha suicidado porque era un hombre malo, porque era un ladrón, y a nadie tiene por qué darle ninguna pena”.

Simplificando al máximo ese es el sentir de quienes han leído o escuchado la noticia. La muerte de un hombre de sesenta y nueve años disparándose un tiro en el pecho, con una escopeta. Las conversaciones juegan con la dificultad de disparar el gatillo, y hasta he leído en algún artículo la broma de que si no lo hizo con el dedo gordo del pie, a lo Hemingway, tuvo que utilizar el “palo del selfie”.

Pero detrás de lo sucedido hay una pregunta moral y filosófica, también social:

¿Quién ha matado a Miguel Blesa?

El mismo culpable que provocó el infarto de Rita Barberá.

Un juez sin nombre ni rostro concretos, que en teoría rechaza y repudia la pena de muerte. Pero si la muerte se produce por la mano del culpable, o por la falta de salud del culpable, bienvenida sea.

A los seres humanos siempre nos han gustado los linchamientos.

El pueblo -esa palabra tan sencilla de manipular- cuando se une para acabar con uno de los suyos es imparable. En la revolución francesa o en twiter.

No conocía a Blesa, tampoco a Barberá. Ninguno de los dos me inspira ni ha inspirado en ningún momento simpatía, pero… ¿matar a un animal (de tamaño grande o medio; las hormigas no cuentan) merece un enorme rechazo social sin matices del ejectutor, y sin embargo nada se dice de un sistema que acaba provocando la muerte de seres humanos? Bípedos que en los casos mencionados fueron ilustres y venerados por la sociedad, por ese mismo sistema.

Quizá vivimos en guerra permanente los unos con los otros, las mujeres con los hombres, los ricos con los pobres, los creyentes contra los agnósticos, y sólo frena nuestra violencia natural de primates, el miedo.

La institucionalización y sacralización del miedo es el sistema.

El sistema multiforme, corrompido, que miente a voluntad y placer, que presume de la abolición de la pena de muerte, pero que permanece indiferente cuando esa muerte se produce por causa de su presión; esa muerte, esa depresión, esa tristeza, esa falta de ganas de vivir… que a tantos y tantos afecta, como demuestra el altísimo porcentaje de la población que toma ansiolíticos.

A Miguel Blesa de la Torre le ha matado el sistema, y por lo tanto lo hemos matado todos nosotros. Probablemente no podamos hacerlo mejor: sólo somos seres humanos, pobres gentes condenadas a envejecer y morirse; pero me preocupa y entristece especialmente que la muerte de uno de nuestros semejantes -semejantes, sí- nos importe tan poco, tan nada, tan “un pito”.

 

 

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