David Cerdá ha facturado el que posiblemente vaya a ser el mejor ensayo (cuando menos en español) de 2022. Ética para valientes (Rialp), con el subtítulo El honor en nuestros días, es una propuesta teórica sumamente atrevida para cómo transcurre esta época. Recupera el honor para la ética en ese punto donde otros lo dejaron. Por citar a dos de los más insistentes en el tema, Alasdair MacIntyre (véase Tras la virtud, Paidós/Austral) o, entre nosotros, Leonardo Polo (véase Quién es el hombre, Rialp). Con el autor británico mantendrá un constante diálogo en el libro y del español hay sucintas gotas en lo referente a un nuevo tipo de honor.
¿Por qué hacer uso del honor para llegar a una ética factible en la cosmópolis? Planteamientos éticos han existido a lo largo del tiempo. Desde, al menos, Sócrates pasando por Aristóteles, santo Tomás o Spinoza, hasta confluir en Kan, Bentham o Hume y llegar a nuestros días en las numerosas teorías de la Justicia (ahí tienen a Rawls o Nussbaum). Individualismos, comunitarismos, deconstrucciones, identitarismos o cada una de las ideologías y doctrinas políticas llevan en su seno algún tipo de moral/ética. En ese proceso de secularización que se llamó modernidad, todos intentaron separarse de lo religioso como orden moral para construir, desde lo racional o desde lo irracional, un marco “civil” ético. Todo esto se encuentra en la primera parte del libro, pero se sigue sin entender por qué el honor.
Premisa cero ética
Astutamente Cerdá ha intentado dotar a lo teórico de un cuerpo práctico. Lo ético, al final, debe ser llevado a la práctica de alguna forma y nada mejor que mediante el uso del honor-ético. Un dispositivo activo de un cuerpo de virtudes que pretende desarrollar lo que se califica de premisa cero: “todo sufrimiento evitable es un mal absoluto; y toda vida humana no insoportablemente sufriente es un bien absoluto” (p. 199). Mediante este fundamento básico el honor, como elemento relacional, actúa socialmente. El honor ético no es algo egoísta-utilitarista sino que se configura en el tú, en el otro, en las personas que nos rodean. Uno no es honorablemente ético por un deseo individual, por ese aparentar tan postmoderno, sino por el compromiso con la dignidad humana que se ve reflejada en la entrega a los demás. No en el nuevo narcisismo.
Cerdá va desarrollando el honor ético como dispositivo práctico agregando elementos transhistóricos de las distintas concepciones del honor. Así, del honor tribal toma el “vigor de los sentimientos y la afirmación sin tibiezas de un nosotros” (p. 33), lo cual se plasma mediante un código y la reciprocidad; del honor meritorio, la aspiración a un bien y la cualidad arética; del honor guerrero, la contestación a las hostilidades y “el hilo invisible que une la vulnerabilidad al coraje”; del honor femenino, la ética del cuidado y el pudor como autoprotección y autorrespeto; del honor honorífico, la ejemplaridad; del honor glorioso, el pundonor, la motivación, el orgullo positivo; y del honor privilegiado, la mesura y la dignidad del mando.
El honor blande su espada
Todo lo anterior configura un honor ético que es cumplimiento, servicio, sacralidad de la palabra dada, defensa activa del más débil, coraje y entender que la igualdad y la libertad son dos pilares esenciales de la Justicia. Este tipo de honor, como es evidente, deberá ser enseñado, por ello la educación es un factor fundamental para la puesta en práctica. Pero no sólo la enseñanza es fundamental, también la demostración práctica mediante el ejemplo de las personas que asuman esta especie de código de honor social.
El problema, nos dice Cerdá, es que enfrente hay una poderosa estructura que empuja hacia todo lo contrario. Aquí, en la segunda parte –esa que han “olvidado” en algunas reseñas-, es donde el autor se lanza a una disección de la época elevando el ensayo a su grandeza. La valentía encuentra su acomodo en este terreno pues hay que tener valor para que “cada vez más gente entienda, sienta y viva la unidad universal de la experiencia humana, una aventura compartida que tiene por escenario un planeta único y por tramoya nuestra calaña vulnerable” (p. 231). Un deseo que trae los ecos de Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación, quien postulaba eso mismo pero con la centralidad de Jesús.
Liberado de la dictadura kantiana y utilitarista, algo que es de agradecer respecto a cuestiones éticas, Cerdá se aferra a la libertad negativa como elemento de combate frente a una sociedad individualista, consumista y descreída, la cual ha abandonado el deber por molesto. Huyendo de Rawls y Habermas piensa que la premisa cero, en base a su objetividad, no necesita un consenso explícito para convertirse en cimiento del bien (p. 278). El heroísmo como matriz de ese cimiento acaba generando unos deberes para con los demás que ni dirigentes, ni ciudadanos pueden estar dispuestos a asumir. En vueltos en un individualismo expresivo, esto es, un oscurecimiento de los sentimientos morales (p. 293), cada cual hace de su capa un sayo permitiendo que los nexos de unión entre los seres humanos se pierdan. Lo que tiene como consecuencia la creación de sociedades anómicas e injustas.
La praxis
¿Cómo llevar todo esto a la práctica? Primero habría que convencerse de que las élites políticas no van a cambiar porque sí. No queda otra que exigir a la dirigencia que cambien y abandonen la mediocridad. Segundo, habría que retornar a un discurso moral del gozo y la excelencia, teniendo en cuenta que sí hay esperanza de cambio. Tercer, no cabe otra que revigorizar las democracias por la base, “embarcando a sus ciudadanos en una aventura moral de gran envergadura” (pp. 308 y 309). Quedar en manos de los mediocres, como los que potencia el sistema actual, supone entregarse no tanto a una bajeza moral, que también, como a un presente de rencor y odio (característico del mediocre) y de servilismo con el poderoso (p. 337). Algo que se puede vislumbrar en numerosos órdenes de la vida actual.
El honor ético, para finalizar, luchará contra el individualismo expresivo propio de la postmodernidad, los nacionalismo y/o tribalismos que reducen al ser humano a simple agregado social; y contra el estatismo desaforado (Estado Minotauro). Educar el corazón para el autorrespeto, el cumplimiento de los deberes con respecto al prójimo y saber comportarse en cada circunstancia. Las demás cosas, que son muy buenas, deberán buscarlas ustedes leyendo el libro. Que bastante lo he destripado ya hasta el momento.
La crítica
No siendo especialista en la materia ética, sería un atrevimiento entrar en disquisiciones puntuales y academicistas sobre este concepto o aquel otro. Desde mi especialidad y formación son más los aspectos prácticos, sociales y sistémicos donde se puede aportar, mucho mejor que criticar. Para hacerlo más divertido intentaré utilizar, especialmente, aportes de la teología más que autores políticos y sociales clásicos. Eso sí, la crítica que van a leer (si han llegado hasta aquí) no debe impedir que lean el libro y saquen sus propias conclusiones, que nos conocemos.
El individuo en su dilema
Por lo dicho en el párrafo anterior obviaré que, en el plano teórico general, se podría haber utilizado a Giorgio Agamben y su teoría del estado de excepción permanente (Homo sacer, Pre-Textos), pues habría encajado perfectamente con ese cuerpo poderoso con el que deberá confrontar el honor ético. También la transmutación de la gloria (y la economía) como aclamación espectáculo de su libro El reino y la gloria (Adriana Hidalgo) podría haber servido para visualizar en entorno del individualismo expresivo. No dejan de ser lecturas distintas para un análisis similar.
Otro aspecto a analizar brevemente es la paradoja individualista que se refleja en el libro. Señala correctamente a Rousseau como padre del individualismo expresivo (por cierto existe un análisis casi desconocido del Segundo Discurso de Louis Althusser –Cursos sobre Rousseau, Nueva Visión- que sirve para enmarcar lo subjetivo que es todo), pero por salvar al ser humano recae en cierto individualismo analítico. Intenta mantener al individuo (realmente al ser humano) de la tradición liberal antigua (la liberalidad) pero acaba dando la razón a Foucault, al que critica en el texto por hablar de la muerte del hombre (en el plano analítico y práctico de la política, que es como se expresó en Las palabras y las cosas, Siglo XXI). Podría haber sacado, tal vez, más partido adhiriéndose al personalismo de Juan Pablo II como teórico en su Polonia natal. El concepto de persona del polaco encaja mucho mejor con la pretensión de autonomía del ser que creo Cerdá ha querido exponer. Un apunte que no cambia el sentido del texto pero podría ayudar en futuros desarrollos.
Grandes enemigos para el bien
Lo que sí veo más complicado es llevar a la práctica el honor ético por cuestiones estructurales y culturales. Como afirmaba Robert Spaemann (Sobre Dios y el mundo, Palabra) salvo que el discurso sea completamente utópico, para tener relevancia práctica hay que ver las limitaciones fácticas que se encuentra. Y en el libro parece obviarse que el sistema capitalista, en su actual desarrollo, es un problema, además de ser la fuente del individualismo expresivo, para el desarrollo de una conciencia ética donde el honor tenga cabida. No lo digo yo, lo dicen el cardenal Angelo Scola (¿Postcristianismo?, Ediciones Encuentro) o el arzobispo Javier Martínez (Más allá de la razón secular, Nuevo Inicio). El desarrollo actual del sistema capitalista es un factor decisivo en última instancia. El neoliberalismo de dos caras (de izquierda y derechas, o progre y economicista) está detrás de la desafección, del individualismo, de la pérdida de valores (o su mutabilidad constante en el lado woke) y de la mediocridad. El propio Cerdá expone en el libro que el mediocre gusta de alabar al poderoso y el hoy el poderoso es capitalista neoliberal con dos caras como Jano. ¿Permitiría hoy el poderoso un honor ético como el que quiere el autor? No tiene pinta de que sí.
Otro aspecto práctico donde se encuentran dificultades es en la universalidad de la premisa cero. Una cuestión es que gustaría que fuese universal y otra es que sea posible esa universalidad. Cualquier occidental compraría esa premisa como base ética, pero ¿lo harían los orientales más allá de los japoneses que trata en la obra? La propuesta del autor (ictiófila que diría John Gray) debe luchar no sólo contra el mecanismo reproductor del sistema sino con ideologías diversas y religiones muy diferentes. ¿Es el bien de la premisa cero universal? Seguramente para los islamistas no. El Corán es claro respecto al sometimiento de la mujer o del infiel, por ejemplo. No hay una concepción de la dignidad de la persona similar, ni existe un claro concepto universal del mal. Si desde el islamismo no se acepta el pluralismo y desde Occidente sólo se analizan las relaciones en términos utilitaristas, no hay diálogo posible como dice el cardenal Scola (p. 54). Al final la evidencia del bien no es tan obvia en lo práctico para todas las culturas. Como dice Ratzinger (Dialéctica de la secularización junto a Jürgen Habermas, Ediciones Encuentro) “la cuestión de qué es el bien y de por qué hay que realizarlo incluso en perjuicio propio es una pregunta fundamental todavía sin respuesta” (p. 52). Y la pregunta sobre el mal y cómo evitarlo también. Difícil llevar a todo el mundo el honor ético.
La libertad y la fraternidad
Respecto a la libertad, ya se sabe que sin moral no hay libertad (Ratzinger), Cerdá creo que se autolimita al quedarse en el marco de la libertad negativa (libre de). Focílides, en el siglo VI a.C., decía que se debe pugnar por ganarse la vida y luego buscar la virtud, pero sólo después de ganarse la vida (cita tomada de Remi Brague, Manicomio de verdades, Ediciones Encuentro). Para ello no sólo hay que eliminar el exceso opresivo de las distintas instituciones sociales y políticas (como quieren los liberales) sino que debe existir una parte positiva de la libertad que permita el desarrollo humano. La Justicia necesita de esa libertad positiva de la que hablaba Isaiah Berlin o del tercer tipo de libertad de Quentin Skinner. La igualdad no es posible sin libertad positiva (libre para). La transversalidad que pretende el honor ético, entiendo, se consigue de mejor forma con un marco general de la libertad, porque como dice Ratzinger (Verdad, valores, poder, Rialp) “la libertad es indivisible y debe ser considerada siempre como conectada al servicio de la humanidad entera. Eso significa que no puede haber libertad sin sacrificio o renuncia” (p. 31).
Se echa en falta también, aunque existe un aroma a ello en el desarrollo del texto, hablar de la fraternidad (o caridad). Si el honor ético es entrega al otro ¿qué hay más fraterno que eso? Cierto es que el concepto ha sido bastante pervertido, pero no menos que el concepto de libertad o de igualdad. Lo fraternal, entiendo, es parte clave para la aplicación del honor entre las personas. Casi para finalizar, como decía Romano Guardini (El poder, Ediciones Cristiandad) “las normas éticas valen por su verdad interna, pero actúan históricamente si hunden sus raíces en los instinto vitales, en las tendencias del alma, en las estructuras sociales en las instituciones culturales y las tradiciones históricas” (p. 62). Conseguir esto con el honor ético supone una tarea más que heroica, casi titánica. De ahí que este aporte crítico sea un intento de mejorar la puesta en marcha del postulado de Cerdá. Pues son muchos los enemigos y pocos los aliados. Y la otra posibilidad es la solución benedictina de Rod Dreher (La opción benedictina, Ediciones Encuentro) y MacIntyre.
Tras leer todo el artículo espero que compren y lean el ensayo que tanto le ha costado a Cerdá. Hay muchas cuestiones valiosas que quedan guardadas para que ustedes las descubran. La magnitud de la propuesta es enorme, utópica por momentos, y complicada de llevar a cabo. Paradójicamente algunos medios y columnistas que han alabado, justamente, el ensayo (diré el pecado pero no el pecador) actúan de forma contraria y con comportamientos poco honorables en diversas ocasiones. Es muy difícil evitar el signo de los tiempos pues los enemigos son poderosos y taimados. Mucho más de lo que el bueno de Cerdá ha querido mostrar. Desde aquí sólo cabe unirse a la causa. Y si hay que educar me presto a ello. Y si hay que aportar al debate también. Al final me queda tras leer el ensayo esa sensación que se produce en una de las escenas de El señor de los anillos: “Las almenaras de Gondor se han encendido… ¡Y Rohan responderá!”.