Sobre las distintas propuestas existentes en El señor de los anillos se ha escrito casi hasta la extenuación. Sobre la teología paradójica apareció no hace mucho un texto de Alison Milbank (La teología de Chesterton y Tolkien, Nuevo Inicio); sobre el espiritualismo y sus fuentes está (en español) el texto de Stratford Caldecott (El poder del anillo, Ediciones Encuentro); el gran escritor fantástico Diego Blanco analizó las parábolas evangélicas ocultas (Un camino inesperado, Ediciones Encuentro); y miles de artículos en revistas han dado cuenta de todo ese universo oculto en las páginas de la trilogía (añádanle El Hobbit, El Silmarilion y demás extras), pero no la alegoría que aquí se va a contar (seguro que entre los miles de escritos alguien ha pensado lo mismo, así que la rotundidad póngala entre comillas).
Haber pasado un tiempo en las trincheras durante la I Guerra Mundial facilitó mucho a J. R. R. Tolkien el conocimiento de la misma para poder expresarla en sus libros (incluso ha servido esa experiencia para un título de reciente publicación, de la gran apasionada del autor británico Alicia García-Herrera, La dama blanca, Plaza & Janés). C. S Lewis, otro escritor que pasó por la Gran Guerra, ya dijo que su amigo había expresado en toda su crudeza el significado de la misma. Lo elegíaco no oculta en las páginas de Toliken lo terrible.
Se ha contado que Sauron podría ser un símbolo de Hitler y el nazismo (o del fascismo en general). Se ha buscado en cada personaje una similitud con personajes de la realidad o de otras elegías (Beowulf es la obra más señalado). Todo se ha analizado, incluso desde una perspectiva puramente militar, pues la basta cultura del profesor universitario quedaba plasmada aquí y allá. Su gran imaginación tomaba prestadas cosas de todos los universos anteriores hasta el detalle. Eso ocurre con La batalla de los campos de Pelennor. Una batalla que ya está inscrita en el imaginario colectivo de millones de personas por la magnífica recreación de la trilogía fílmica.
La narración épica es preciosa y llena de matices, mas sigue la estela un tanto de Edad Media que había desarrollado en otras tantas batallas anteriores. La introducción de la pólvora en La batalla del abismo de Helm se queda ahí, no existe ese recurso en la elegía final. Mucha infantería, pues no en vano fue fusilero en el Somme en la “guerra que debería acabar con todas las guerras”, y algunos artilugios mecánicos que se habían utilizado durante siglos. Algunos analistas han querido ver en el asedio a Minas Tirith una alegoría de La batalla de los campos Cataláunicos o de la liberación del asedio a Viena con los caballeros polacos al mando de Jan Sobierski. Sin embargo, es mucho más.
El asedio sigue los protocolos de la guerra “más medieval”. Mucha infantería, algunas catapultas y arietes. Escalas para entrar y lucha cuerpo a cuerpo. Una batalla clásica hasta que llegan los jinetes de Rohan. Ahí hace aparición la caballería, que como es lógico, se veía superior a la infantería pese a que los arqueros cumplían una función destructora. Tolkien, en ese momento en que se piensa que las tropas al mando del rey Zeoden acaban con el asedio y dan un respiro a la ciudad, añade algo más, los carros blindados y la aviación. Los orifantes y los nazgul alados ejemplifican ese poder nuevo que había experimentado el propio Tolkien en las trincheras de la I Guerra Mundial.
La batalla vuelve a igualarse, incluso la lucha de los rohirrim contra los orifantes podría verse como un símil de la última carga de la caballería polaca, por tanto ahce falta algo más, un arma más poderosa. En esto aparece Aragorn con los Hombres Muertos de Dunharrow, los cuales podrían ser una alegoría del gas mostaza o de la más terrible arma jamás creada por el hombre, la bomba atómica. Sutilmente utilizada (en el libro solo sirve para la captura de los barcos, mientras que en la película son decisivos) aunque dejando a los hombres la gloria de la batalla.
Lo interesante es cómo Tolkien va añadiendo poco a poco todas las armas y ramas de los ejércitos, cada una con un mayor poder de destrucción. Define mediante un relato épico cómo había avanzado la guerra y cómo a cada paso se iba deshumanizando un poco más. No sorprende, por tanto, que pese a la introducción de la pólvora y el gas/lo atómico en el relato, dejase en manos de las personas la definición de la batalla. Le aterraba ese poder destructor de las bombas de todo tipo y lo que provocaban los gases tóxicos y así lo reflejó. Si quería épica no podía dejarse llevar por la sencillez de apretar un botón y acabar con todo. Había que devolver al ser humano la gloria.
El horror de la I Guerra Mundial, una auténtica máquina de picar carne humana en trincheras sin sentido (aunque la II GM contase con más víctimas y la aniquilación industrial del enemigo), se quedó muy dentro de una generación de autores como Tolkien o Lewis (los relatos de Narnia hay que verlos también bajo esta perspectiva), a los que añadir a Ernst Jünger, Louis-Ferdinand Céline y tantos otros. Jünger, como Tolkien, también dota al ser humano de esa gloria que ya casi no es posible en el campo de batalla (como expresa Zeoden en famoso discurso sobre la espada y el caballo). Céline, pues ya saben, a sus cosas y a cambiar la forma de escribir. Todo ello quedó expresado en El señor de los anillos, con una mirada de reojo a la terrible II GM.
La parte menos espiritual de los libros tolkienanos son esa proyección del horror que supone la guerra. Incluso cuando los cuatro hobbits regresan a su casa y deciden acabar con Saruman y Lengua de Serpiente se expresa la paradoja, para parar la guerra/el mal hay que hacer la guerra. Esto lo asumía Tolkien, como el resto de autores traumatizados por la Gran Guerra (curioso que haya habido más trauma, bien entendido, con la I GM que con la II GM, en la literatura, salvo los campos de concentración), pero en los escritos anhelaban la lucha cuerpo a cuerpo, la nobleza de espíritu de un ser humano que ya caminaba inexorablemente hacia la oscuridad. Pese a su catolicidad más que evidente, el autor británico no dejaba de ser consecuente con lo que había en rededor.