En la película de Monty Python El rey Arturo y los caballeros de la mesa cuadrada, John Cleese, en su papel de sir Lancelot, pensando que había un princesa secuestrada entra en un castillo provocando una matanza enorme. Una vez pasada la confusión inicial, supuestamente muerto el novio, asesinado el padre de la novia y adoptada ésta, además viendo que podía sacar partido, el señor del Castillo en el Pantano, Michael Palin, expresa «¿para qué vamos a habla de quién mató a quién?». Sin embargo, en el libro que hoy les presentamos sí se habla de quién mató a quién, con profusión de detalles.
El profesor Alejandro Rodríguez de la Peña, historiador medievalista principalmente, vuelve a exponer la violencia humana, o como dice en el texto «la violencia y el sadismo estructurales son ubicuos en la historia humana». El viejo lema de Jean Jacques Rousseau sobre la bondad del ser humano queda pisoteado por los hechos históricos que se presentan en Iniquidad. El nacimiento del Estado y la crueldad social en las primeras civilizaciones (Rialp), recientemente publicado. Un terrible recorrido por la historia premoderna, con un gran detalle en las culturas orientales, donde se muestra que si algo hemos sido los seres humanos es crueles, sádicos y salvajes.
El porqué lo quiere encontrar el autor en la propia naturaleza humana. Cuando en el Antiguo Testamento se cae en el pecado (mitologema de la imperfección humana) y Caín mata a Abel, se está representando lo que eran los seres humanos dejados a su libre albedrío. En estas épocas navideñas, en las que tanto gusta a algunos felicitar el solsticio de invierno, el libro les vendría bien para observar que esa cultura pagana solía, en mano de los druidas (que no son como Panoramix), ofrecían sacrificios humanos a los dioses. Como algo se ha avanzado no cabe pedir a estas gentes que sacrifiquen a algún neonato o una virgen, pero sí que se informen gracias a libros como el de Rodríguez de la Peña.
Durante bastante tiempo los estudios sobre las “sociedades” primitivas se centraban más en aspectos culturales, a día de hoy ya se atreven a historiar las “salvajadas”, nunca mejor dicho, que esas culturas llevaban a cabo. Como también se tienen en cuenta los aspectos más tétricos y totalitarios de otras culturas, supuestamente, más avanzadas. Toda cultura primitiva se basaba, cuenta el autor, en un identitarismo y una totalidad unitaria por lo que el Otro siempre era alguien a evitar o a aniquilar.
Las respuestas sangrientas que cuenta el profesor Rodríguez de la Peña en el libro son la muestra de la negación de esa otredad. Cuando los sumerios aniquilaban y devastaban ciudades; cuando los griegos violaban y asesinaban a mujeres y niños en sus guerras de conquista; cuando el caballo de Atila (muy buena esta parte del libro) no dejaba que creciese la hierba; cuando se echaba sal a los campos… la iniquidad humana estaba patente.
No se puede negar que hemos sido muy salvajes… y en buena medida lo seguimos siendo pero el Estado (y cierto avance cultural) nos lo impiden. En cierto modo tiene razón el autor al afirmar que la civilización lo que hizo fue sofisticar la crueldad. Auschwitz, el Gulag, el genocidio belga en el Congo y tantas otras matanzas son el recuerdo de esa naturaleza humana.
Si ustedes tienen a bien leer el texto que aquí presentamos seguramente sonrían ante ciertas propuestas un tanto extemporáneas que suelen producirse en la sociopolítica española. Cuando refieren la esencialidad nacional a vándalos, alanos y godos, obvian que esos pueblos invasores eran bastante crueles. No sería hasta su adopción del cristianismo cuando comenzaron a pacificarse. Las gentes de aquellos años temía que llegasen estos pueblos o los vikingos pues sabían que serían pasto, en caso de derrota, de una carnicería sin igual en la historia.
Un muy buen libro que, a pesar de parecer bastante pesimista, acaba con cierta esperanza hacia el futuro. Una esperanza condicionada a la extensión de la fuerza del alma, lo que Simone Weil calificó de gracia, nos recuerda el autor. Se necesita de una espiritualidad que vea como algo sagrado al otro, principalmente la sacralidad de la vida humana. Los derechos humanos secularizados no impidieron Auschwitz por eso, dice Rodríguez de la Peña, es necesaria «la compasión para luchar contra la tendencia a la iniquidad en el ser humano».