Es común en los sectores críticos del catolicismo echar la culpa de todo lo que sucede al Concilio Vaticano II. Da igual que haya sido producido por esto o aquello que nada tiene que ver con el último concilio católico, siempre es culpa suya y nunca de los propios errores. Si hay que morir, mejor que sea en la completa ortodoxia autoproclamada. Porque esa es otra, las culpas para el Concilio pero leer y citar sus textos, ni uno ¡oiga!, ver qué Magisterio ha salido de allí ¡imposible!, y eso que los últimos cuatro pontífices —sin contar a Juan Pablo I que duró poco y el actual— son hijos del Concilio. Nada. Todo es culpa del Concilio. Por tanto cabe hacer un poco de historia ficción y pensar, sin el Vaticano II ¿qué habría sido de la Iglesia?

Sigamos a Bartolomeo Sorge al exponer que tres eran, y siguen siendo, las tentaciones que existían en los tiempos del Concilio La primera sería la fuga mundi o romper con el mundo, resguardar la sal en un sitio bien cerrado para que no se corrompa o pierda su salinidad en contacto con el mundo. Como se preguntaba en teólogo italiano: «¿No es mejor hacer de su Iglesia una fortaleza cerrada, alzar los puentes levadizos pensar en salvarse a sí mismos y conservar la fe en su pureza, sin buscar inútilmente el diálogo con visiones del mundo anticristianas, merecedoras únicamente de condena?». Otra tentación que existía en aquellos tiempos de debate prolífico pre y post-conciliar era y es el integrismo. A veces se mezcla con la primera, pero el integrismo tiene la pretensión de convertir todo el mundo el sal de fe, esto es, imponer a los demás la propia fe, la propia concepción del bien y de la verdad. Se olvidan de las palabras de san Juan Pablo II en Centesimus annus: «la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas». Y la tercera tentación sería el exceso de inculturación o como afirmaba el papa polaco «reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana», algo así como la ciencia del «bien vivir», lo que desencadena supersticiones, magia, esoterismo…

En aquellos tiempos existían esas tentaciones más otra que era hacer del catolicismo una ideología política. Como se comprobó con la Teología de la liberación, mal entendida, no en el sentido del protestante Jürgen Moltmann o de J.B. Metz, aquello no podía salir bien, como no puede salir el evangelismo hereje de hacer el reino de Dios en la Tierra mediante el capitalismo, algo que es muy de algunos actuales protestones. Porque hoy, aunque no sea tema del artículo en sí, hay una tentación fortísima al evangelismo, a la protestantización, a la teología de la predestinación, al integrismo evangélico en algunas capas del catolicismo. A ello súmenle hoy el peligro de los ateos devotos, que son todos aquellos intelectuales que utilizan el cristianismo, aunque ni lo practiquen, ni les parezca que contiene Verdad, para fines políticos y culturales como paliativo del declive de la cultura europea y/u occidental.

Aquellas tres tentaciones, más la ideología política, más la lucha entre conservadores y liberales, José Jiménez Lozano dixit en su crónicas del Concilio, eran claras en los tiempos conciliares. Si san Juan XXIII no hubiese dado el paso de convocar ¿qué habría sucedido? Igual Pablo VI no habría sido elegido y en su lugar hubiese sido aupado al trono vaticano Giuseppe Siri —quien, por cierto, no ganó ni en 1959, ni en 1963, ni en las dos de1978—, muy amigo de los muy tradicionalistas Marcel Lefebvre, Alfredo Ottaviani o Thomas Cooray. Las buenas destrezas del cardenal Montini, sin duda, le auparon a trono vaticano —por cierto, fue el último papa en ser coronado y entronizado—, pero de no estar en proceso el Concilio igual se hubiese decidido por algo menos continuista, menos aperturista. Siri fue el precursor de los protestones actuales pues dejó dicho: «la Iglesia tardará muchos años en recuperarse de esta reforma».

Sin convocatoria del Concilio la Iglesia habría seguido por la senda marcada por muchos miembros de la curia romana que no deseaban que aquello se moviera demasiado. El novus ordos no habría existido y proseguiría el hoy llamado vetus ordos o misa en latín. La moral hubiese seguido el camino, primero, integrista de intentar imponerla a todo el mundo; se hubiese despreciado todo el humanismo integral de Jacques Maritain —todavía hay personas que le acusan de ser poco menos que el diablo—, pese a ser parte del núcleo personalista del magisterio de Juan Pablo II y de Benedicto XVI; Hans Urs von Balthasar, Yves Congar y Henri de Lubac casi seguro habrían sido apartados y se les habría prohibido la impartición de teología y de escribir; las Comunidades de Base y los curas obreros habrían sido extinguidos; movimientos como los Focolares, Comunión y Liberación o el Camino Neocatecumenal —más cuando insisten en mantener su propia misa particular— no habrían sido admitidos; y las escisiones habrían estado a la orden del día.

La reacción habría sido encerrarse en el Vaticano a conservar la pureza en vez de quitarse las adherencias de miles de años de historia para permitir que el Evangelio luciese con claridad. Nadie iría a misa porque no la entenderían, ni comprenderían que Dios les castigase por cualquier cosa que se le ocurriese al primer cura de pueblo —dicho con cariño—, ni que hubiese ciertas alianzas políticas —las cuales han hecho bastante daño, por cierto—, ni que la evangelización, una obligación de cada católico, cayese en el mero clericalismo. Como sucede hoy, tampoco habría jóvenes en los seminarios, los teólogos se habrían convertido en luteranos, el rechazo social sería enorme y tendrían a muchos pompier en los templos pero a nadie para echar una mano en lo fundamental, el Testimonio. Cuatro juntos, aislados como la opción benedictina (Rod Dreher) o incomprendidos como en la cervecera (R. Jared Staudt). El paso de miles de personas del anglicanismo al catolicismo no habría sido de tal magnitud, ni las conversiones en toda Asia.

Rafael Domingo Oslé afirma que «la imagen de Dios ilumina los principios de dignidad, igualdad, libertad, diversidad, pluralismo, solidaridad y subsidiariedad», esto parecería una herejía, aunque sea parte de la Verdad, a esa Iglesia sin Concilio. Aunque también es posible que todos los obispos y cardenales que participaron en aquel magno evento se hubiesen rebelado y quien fuese el pontífice no hubiese tenido más remedio que convocar un Concilio porque la situación fuese insostenible. No hubiese sido como profetizaba Joseph Ratzinger en Introducción al cristianismo una comunidad pequeña de fieles o como buscaba Alasdair MacIntyre en Tras la virtud una búsqueda de un nuevo san Benito, hubiese sido algo muy puro, tan puro, que sólo cuatro quedarían. Algo así como los del Palmar de Troya. De hecho, el camino actual, según los tres últimos pontífices (Benedicto XVI, Francisco I y León XIV) es tiempo de abrirse a la evangelización y a luchar contra los nuevos tiempos con el Evangelio en la mano, no con un libro gordo de doctrina o la Summa Theologiae.

La realidad es la que es y como bien sabían los padres conciliares la Iglesia no podía quedarse en la salvaguarda de la esencias puras porque la sal se tornaría sosa. Abrirse al mundo no significaba para ellos, ni para los católicos actuales, mundanizar la Iglesia, ni la doctrina sino dialogar, ver qué de bueno hay en cada época que toca recorrer y olvidar aspectos del pasado que pertenecen a otras culturas. La Iglesia ya no es más poder, ni existirá el cesaropapismo, ni le conviene aliarse al poder político —eso queda a los laicos que quieran ser «católicos en política», que como ven son pocos o casi ninguno, siempre bajo la guía del Magisterio y con las oportunas observaciones de los obispos—, aún conserva la auctoritas en las sociedades occidentales y eso es algo que siempre quisieron conservar los padres conciliares.

¡Que más da que la misa sea en latín o en español! ¿Acaso las primeras misas eran en latín o se utilizaba el idioma de cada comunidad? ¿Acaso pregonó san Pablo en el ágora de Atenas en latín? Cuestión bien distinta son las «innovaciones» que a algunos se les ocurren, pero claro si quienes están todo el día gruñendo dan pábulo a algo anecdótico y no a los cientos de miles de misas bien celebradas… Sin Concilio Vaticano II seguro que habría una Iglesia pequeña, sin vida, carcomida por la falta de sal, sin ser grano de mostaza —que es a lo que se refería Ratzinger en el libro citado— sin la alegría de los movimientos y sin jóvenes teólogos que están nutriendo la doctrina con nuevas perspectivas. Aunque en realidad se topa con personas a las que todo les parece mal, sea la sinodalidad, sea la preferencia por los pobres. Sólo quieren una iglesia purísima, de mantilla y aliada con el poder político para mangonear.

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