Desde la derecha intelectual se está poniendo énfasis en que los años del franquismo no fueron el páramo cultural que quiere hacer ver cierta historiografía o ideólogos del mundo «progresista». Cualquiera que tenga dos dedos de frente pensará que en casi cuarenta años algo se habrá producido, guste o no, se esté de acuerdo o no, tenga calidad o no. Así, Enrique García Máiquez dirige unas jornadas sobre ciertos literatos del franquismo, sean o no franquistas, que desarrollaron en esos años buena parte de su obra. Hughes, en un artículo en El debate, sale a defender esa inexistencia de un páramo cultural y lo compara con la actualidad que sí parece más páramo. Incluso Yesurún Moreno tiene un seminario/diploma superior sobre Carl Schmitt, su influencia y el catolicismo como alternativa a la modernidad. E pur si muove.
Todos hablan de lo que existió pero poco se utilizan las ideas, algunas, que durante esos casi cuarenta años se fraguaron. Por no tomar a algún franquista irredento, las mejores aportaciones intelectuales de Enrique Tierno Galván fueron en aquellos años —sus trabajos sobre el regeneracionismo español (de lo que se puede sacar mucho provecho), su análisis marxista tamizado por la sociología de corte liberal, etc.—. Hoy se le recuerda como alcalde de Madrid y poco más. Y eso que junto a Carlos Ollero, otro gran olvidado de aquellos años, fue maestro de numerosos buenos PNNs, luego catedráticos, que implantaron en España el derecho constitucional, la ciencia política y la ciencia de la administración. No es que no se les conozca como personas es que su pensamiento está completamente perdido, como el de Manuel García Pelayo.
Si pasamos a los más «franquistas», como son calificados y es cierto en algún que otro caso, tampoco queda nada de lo que aportaron. Muchos influidos por el decisionismo schmittiano, otros por Ortega, casi todos hambrientos de todo lo que llegaba más allá de las fronteras. De Jesús Fueyo, gran teórico político, se conoce el nombre en esa retahíla de listas que aparecen, pero su obra más académica ha desaparecido. Gonzalo Fernández de la Mora es el más recurrido por aquello del ocaso de las ideologías y la tecnificación de la política, pero su crítica de la partitocracia tiene más vigencia, no tanto por lo que pretendía con ella sino por el punto de partida que puede suponer como alternativa. Francisco Javier Conde, creador del Instituto de Estudios Políticos, luego Centro de Estudios Constitucionales, también puede ser utilizado con sus análisis de la construcción del hombre nuevo.
José Antonio Maravall ha dejado de ser un referente en el estudio de la Historia de la Ideas y de España —tuvo un hijo muy buen sociólogo mal que les pese a algunos— cuando todavía tiene muchas cosas que decir. Xavier Zubiri es otro referente filosófico, católico, que se ha ido diluyendo. Como José Luis López Aranguren o Julián Marías. No hacían deconstrucciones pero sí filosofía y aportaban al pensamiento cuestiones, interrogantes, interesantes. Como un marxista que se forjó en aquellos años del franquismo y sigue siendo uno de los mejores filósofos de la ciencia, Manuel Sacristán. Buena tunda intelectual le dio al sinuoso Gustavo Bueno, por cierto. Y cómo no recordar al «padre» de la Sociología española Salustiano del Campo, fundador del CIS —que ahora sí que es un secarral—.
Seguro que muchos se quedan en el tintero, pero no se puede olvidar todo lo que produjeron revistas y editoriales de corte cristiano, como las de la HOAC, los seminarios de las Hermandades del Trabajo, Rialp, etc., que siempre estuvieron la última, dentro de las posibilidades, y permitieron canalizar aspectos críticos con el régimen y la sociedad materialista que se iba creando, muy en consonancia con los expuesto en el Concilio Vaticano II —en debate conciliar en España fue profundo y muchos teólogos «liberales» acudieron a charlas y cursos—. Gracias a la Democracia Cristiana, como recuerda en una reciente entrevista Oscar Alzaga, hubo un fermento que posibilitó el paso de la dictadura a la democracia de una forma pacífica. Muchos de aquellos intelectuales «franquistas» tenían claro que ese paso se debía dar, ¿quiénes si no formaron parte del grupo Tácito o escribieron en la revista Cuadernos para el Diálogo?
El problema es que todo aquello ha quedado sepultado por el paso del tiempo, la estupidez intelectual de ver que o pudo salir nada bueno bajo aquel régimen. Ni los «hijos» intelectuales de esas personas son hoy reconocidas y recordadas. Todo es novedad o cosas arcaicas. Es curioso como en la Universidad de hoy se acude a ese escritor que nadie conoce como si fuese la auténtica novedad mientras que los que están cerca parecen haberse disuelto en algo etéreo y por ello incognoscible. Por ejemplo, se habla mucho de Marx, pero nadie recuerda a Althusser o Therborn, que son mucho más interesantes. Y así con todo.
Está bien recordar a Dalmacio Negro, soberbio y ninguneado intelectual español, pero también a quienes fueron sus maestros y mentores. Bien escribir los nombres de tantos intelectuales que algo dejaron para ser utilizado en la posteridad, pero hay que leerlos y sacar de ellos el jugo que quede. Pasa como con Joseph Ratzinger todo el mundo le cita pero poco le han leído. Hay que leer, pensar y exponer. Da igual que sean más conservadores o más rojetes, todos estaban al comienzo de esto que hoy aparece ante nuestros ojos como postmodernidad. Paradójicamente hoy es más la derecha quien aprecia parte de los escritos de Pier Paolo Pasolini, a quien asesinaron hace cincuenta años. En su tiempo uno de los pocos que exclamaron y se quedaron aterrorizados por su asesinato fue Luigi Giussani, ya había visto algo que a otros les ha costado medio siglo.
















