La estrategia de la crispación da votos. Ayuda a ganar elecciones. Nadie sabe muy bien por qué pero funciona. Eso lo tiene claro el híper hormonado Gabriel Rufián, un maestro en las técnicas de agitación y encabronamiento masivo. Ayer, cuando entró en el hemiciclo para tomar parte en la sesión de control al Gobierno, una de las más enrarecidas y desagradables que se recuerdan desde la llegada de la democracia, el líder de Esquerra probablemente ya sabía que aquello iba a terminar como el rosario de la aurora. Quizá se había levantado de la cama con el pie izquierdo o estaba furioso porque su tupé en plan Rick Astley no le quedaba tan bien plantado como otros días o simplemente le dio una subida de bilis al cruzarse con Albert Rivera en el pasillo del Congreso, cosa lógica por otra parte. El caso es que decidió remangarse y prenderle fuego a todo. “Cada vez que desde Ciudadanos nos llamen golpistas, nosotros les llamaremos fascistas”, afirmó como un niño enrabietado antes de acusar a Josep Borrell de ser el ministro “más indigno de la democracia española” y pedir su dimisión.
Al final la presidenta Ana Pastor lo puso de patitas en la calle y después ocurrió el otro lamentable episodio que degradó el parlamentarismo español a la categoría de feria de ganado municipal o más bien cerdada de establo entre el barro: el supuesto escupitajo de Jordi Salvador a Borrell que el diputado de Esquerra niega ya que, según dice, solo fue un “resoplido”. A los pocos minutos, y después de que el maquiavélico Rufián hubiese encendido la traca de la crispación, todo el hemiciclo era ya un gallinero de gente enfurecida y él, con los brazos en cruz en plan mesías de la política, y extasiado, asistía al incendio, a su gran obra política, que no es otra que destruirlo todo.
Queda clara cuál es la estrategia de Rufián: el cuanto peor mejor en su beneficio político (que diría Rajoy), reventar las instituciones y así estallen por los cuatro costados, convertir el Congreso de los Diputados en una taberna de borrachos a la gresca. Puede que el diputado de Esquerra crea que ha inventado la pólvora porque es un maestro en el arte de montar peloteras en el Parlamento. A fin de cuentas es un diputado joven recién llegado a la política, un tuitero milenial que habla como escribe, es decir con frases cortas, sincopadas, telegráficas de menos de 140 caracteres. Pero que sepa que lo que hace no es nada nuevo. De hecho la técnica de la crispación política que utiliza es un calco de aquel viejo manual que la derecha española copió del partido republicano de Bush padre en los años 90 y que utilizó para derrocar al felipismo a golpe de insulto y difamación. Le guste o no a Rufián, lo que hace el político catalán es seguir las técnicas de la crispación y destrucción parlamentaria que ya pusiera en práctica un tal José María Aznar, quien entre 1993 y 1996 convirtió el Congreso de los Diputados, y por extensión la democracia española, en una especie de edificio en demolición. De aquellos años nos queda su triste y lacónico “váyase señor González”, su mala educación, su arrogancia chulesca (algo de eso tiene también Rufián) y la foto amarillenta de su cuadrilla de fieles palmeros soltando estruendosas risotadas, aporreando escaños y pateando el parqué del hemiciclo.
Años más tarde, Mariano Rajoy aplicó la misma técnica con Zapatero, a quien en cierta ocasión, y entre vítores de los hooligans de la bancada popular, llamó “traidor a las víctimas del terrorismo”, aunque es cierto que la retranca del gallego, sus cómicos lapsus mentales y su verbo cervantino, aunque algo rancio y antiguo, enmascaraban la estrategia del enfrentamiento. Hoy la escuela tiene buenos y aventajados alumnos: Pablo Casado tira a diario del viejo manual del insulto y la descalificación, aunque eso le lleve a caer en la contradicción y hasta en el ridículo, al igual que Albert Rivera, otro discípulo de la cosa.
En palabras de Joaquín Estefanía, la derecha española siempre ha recurrido a la crispación, “la gran pregunta es por qué razones unos políticos rechazan la posibilidad de la moderación en busca del voto de la mayoría y optan por políticas de polarización radical”. Rufián hace tiempo que está polarizado, radicalizado, fanatizado, y en su ceguera política no ve que al convertir el Congreso de los Diputados en un estadio de fútbol embarrado donde se trata de ganar el partido aunque sea por 1-0 y dando patadas en la espinilla al contrario, no hace otra cosa que adoptar los mismos tics, conductas y códigos de la derecha ultramontana española, esa contra la que muestra tanta rabia, ira y ánimo de revancha. Rufián, aunque pueda tener razón en algunas cosas que dice, no cae en la cuenta de que al montar el pollo está recurriendo a la misma técnica espuria que emplean los fascistas: cargarse el Parlamento, humillarlo si es posible, degradar la democracia hasta reducirla a grotesco espectáculo de vodevil, reventar el sistema, la liturgia y las buenas prácticas parlamentarias. ¿No fue así como llegó Hitler al poder?