Pedro Sánchez se lleva puñetazos y golpes de todos los lados en el asunto catalán, algo que es injusto puesto que está intentando abrir vías de diálogo en una guerra que ni él ni una parte importante de su partido iniciaron.
El Procés catalán se encuentra en un momento de extrema polarización entre ambos bandos. Tanto unionistas como independentistas pretenden imponer sus bases de manera unilateral lo que, en definitiva, es contrario al espíritu de cualquier democracia moderna. En algunos aspectos esa división extrema se ha transformado en odio, sobre todo por el ascenso que está teniendo la ultraderecha que, en parte, representa Vox pero que alientan desde el Partido Popular y Ciudadanos. Ante una situación de enquistamiento de las posiciones, donde el odio de los unos alimenta el de los otros, apareció Pedro Sánchez buscando una solución dialogada, pactada, consensuada, democrática. Desde su posición de presidente del Gobierno es su obligación intentarlo. Sin embargo, se ha encontrado con la negativa a avanzar tanto de los unos como de los otros.
Por un lado, el bando unionista —mal llamado constitucionalista porque la Constitución no es propiedad de nadie sino de la totalidad del pueblo español— no tiene intención de encontrar una solución. Para ellos no puede haber ningún acuerdo que no supere la rendición absoluta, la humillación y la aniquilación del separatismo catalán. Esto lo vemos todos los días cuando se le exige a Pedro Sánchez la imposición de una interpretación salvaje del artículo 155 que convertiría Barcelona en una especie de Belfast del siglo XXI, la ilegalización de los partidos independentistas o reformar la ley electoral para que las formaciones nacionalistas no tengan representación en el Parlamento español. Buscan el sometimiento absoluto del independentismo olvidándose de que la historia ya ha demostrado que eso no funciona. ¿Acaso funcionó la prohibición de hablar catalán durante el franquismo? No. No se puede someter una idea o un pensamiento y esto, precisamente, es lo que pretenden desde la ultraderecha y sus satélites azul y naranja.
Exactamente lo contrario es lo que predican desde el independentismo: la imposición de una República, olvidándose de que un movimiento de independencia no tiene legitimidad si no es aprobado por más del 75% de los ciudadanos. Cuando un territorio pretende autodeterminarse necesita tener la aprobación de la gran mayoría de la ciudadanía porque después hay que gobernar ese nuevo Estado y la imposición de una mitad a la contraria no hace más que generar situaciones que la historia nos ha demostrado que no terminan bien, al menos para el pueblo que es, al fin y al cabo, el que vierte la sangre en las calles.
Imponer, someter, humillar o conquistar no son términos sinónimos de democracia, más bien son antónimos. Por esta razón, ambos bandos están absolutamente enfrentados y sin atisbos de que se vayan a sentar en una mesa a dialogar para alcanzar un acuerdo tácito en el que, evidentemente, tanto los de un lado de la mesa como los del otro deben ceder.
Sin embargo, nadie se mueve de sus posiciones. En estas se produce una moción de censura en la que hay un cambio de gobierno. Pedro Sánchez, desde el primer momento, se encontró con una situación en la que, a pesar de buscar soluciones a través del diálogo, nadie parece que esté interesado. Eso sí, todos los golpes se los lleva él, como ocurre con la persona que intenta mediar en una pelea de bar. Los unionistas se envuelven en la bandera de España y le piden que solucione el problema catalán a través de la imposición, de la ejemplarización y de la violencia, acusándole, además, de ser cómplice del independentismo. Los independentistas, por su parte, se arropan con la estelada exigiendo a Sánchez que tome medidas que, con la ley vigente, serían ilegales y un presidente del Gobierno no puede cruzar esa línea roja.
¿Qué solución intenta dar? El diálogo. Sin embargo, cuando no hay intención de hablar, discutir o negociar, la solución se convierte en utopía. El patriotismo, precisamente, se demuestra con los hechos, no con las palabras o envolviéndose en un trapo de colores. No obstante, no hay patriotismo por parte de ninguno de los bandos. Sólo intereses.
La estrategia de Sánchez para Cataluña podrá ser acertada o equivocada, pero, al menos, intenta llevar adelante un proyecto basado en el diálogo que no le está reportando más que ataques cruzados de unionistas e independentistas que, precisamente, son los que, de momento, no han presentado más estrategia que la de la confrontación y el odio. Así no.