Las diversas contiendas electorales que se han producido en España durante los últimos meses han hecho pasar desapercibida una efemérides que tuvo consecuencias, ustedes valorarán si positivas o negativas, para el devenir de la política española. Hace cuarenta años se celebró el 28° Congreso del PSOE en mayo, el famoso Congreso del Marxismo, donde Felipe González, en la segunda vuelta, consiguió enterrar cualquier posibilidad de aplicación de un socialismo así hubiese sido gradualista. Después de ese congreso el PSOE se haría socialdemócrata hasta niveles jamás pensados, rayando con el más puro y simple liberalismo con tintes sociales en algunas ocasiones. Toda la esencia del partido más antiguo de España quedaría enterrada. De la austeridad como marca personal se pasaría a los consejos de administración y al cambio de las tres ces (casa, compañero/a y coche). Del socialismo se pasaría al regeneracionismo. Y de la democracia interna al cesarismo. Lo que vamos a narrar en estas líneas les sonará a las personas más mayores, pero gracias a este recuerdo verán que las cosas humanas cambian poco y podrán ponerles nombres y caras actuales.
Tras no lograr vencer en las Elecciones Generales de 1979 donde el PSOE cambió radicalmente su estrategia de campaña desde la luminosidad, gracias a los carteles de José Ramón, a la oscuridad y pretendida capacidad gubernamental de Pilar Miró. Se pasó del González juvenil e interclasista al González presidenciable con las patillas tintadas de blanco. Curiosamente la Fundación Pablo Iglesias utiliza en la celebración de los 140 años de existencia del PSOE el rojizo y plomizo cartel que le encargaron a José Ramón para esta campaña que resultó un verdadero fracaso. ¿No ha podido alguien avisarles o no queda alguien con un poco de conocimiento de la historia en la Fundación? El caso es que el PSOE quedó anclado en sus resultados electorales, algunos dicen que culpa del desencanto por la transición llevada a cabo de manera transaccional por las élites del país, otros debido al discurso del último día de Adolfo Suárez donde avisó del peligro de dejar gobernar a las “hordas marxistas”. En este sentido algunos ven en esta señalización del marxismo la apuesta de González por quitar el término y todo lo que representaba en el inminente congreso.
Nada más lejos de la realidad porque las pretensiones de eliminar el marxismo venían de tiempo atrás. El lunes 8 de mayo de 1978 andaba Felipe González por Barcelona y durante una cena en el hotel Colón, delante de Joan Raventós, Josep Maria Triginer y Josep Verde, afirmó que pensaba pedir en el próximo congreso del PSOE la desaparición del término marxista de las resoluciones del partido. La declaración en la misma cena fue impactante (incluso uno de los camareros, militante de la UGT, derramó el vino que estaba sirviendo). Evidentemente, al día siguiente todos los periódicos recogieron las declaraciones del primer secretario del PSOE, y las manifestaciones abarcaron desde la aprobación hasta la condena. Alfonso Guerra, en vista de las dudas e incertidumbres de muchos diputados, que se le acercaban en el Congreso de los diputados con gesto decaído preguntando si tenían que dejar de ser marxistas, ofreció una rueda de prensa para atemperar la más que factible crisis: “Nadie ha dicho en el partido que se vaya a abandonar el marxismo como factor ideológico; lo que ocurre es que ningún partido socialista de Europa se define específicamente como marxista, porque pasó la época de las sectas ideológicas; el marxismo no es un dogma, sino un método de análisis de la realidad y de la historia, y yo he dicho en otras ocasiones que ser sólo marxista es no ser marxista, y yo desde luego soy marxista”.
González insistió al día siguiente de las declaraciones de Guerra en querer quitar el término puntualizando que “en toda la historia del partido no ha aparecido el término marxista en sus resoluciones, aunque de hecho, y esto no podemos negarlo, nuestra forma de análisis siga siendo marxista”. Una verdad a medias porque el análisis de González no era ya marxista, aunque es cierto que el marxismo lo introdujo Guerra durante la celebración del último congreso, no producto de la sobreideologización de la dictadura, sino como estrategia de pasar por la izquierda incluso al eurocomunista PCE de Santiago Carrillo. Se negó y consiguió González que durante el 27° Congreso no se hablase de la dictadura del proletariado como fase previa a la consecución de la sociedad socialista (cabe recordar que en esos años había una disputa en ese sentido dentro del Partido Comunista Francés, para gran pesar de Louis Althusser), pero no dijo nada del marxismo. Fue el grupo de los “sevillanos” y el colectivo Pablo Iglesias, dirigido entre otros por Joaquín Almunia, quien paradójicamente defendería en el 28° Congreso la eliminación del término. Estrategia electoralista en 1976 y también en 1979. Los mismos que pasaban por la izquierda a todo el mundo en 1976 ahora estaban convencidos de ser socialdemócratas (“de mierda” como se decía en la época).
La celebración del 28° Congreso.
El “Bad Godesberg” español citaron posteriormente algunos medios (en referencia al congreso de la socialdemocracia alemana donde se abandonaron las premisas marxistas), aunque la realidad es que el marxismo en sí importaba poco o nada a los felipistas y a los críticos. La realidad es que había una fuerte crítica respecto a la forma de llevar la acción política del partido, interna y externamente, y el exceso de liderazgo que se percibía como nocivo. Siendo algunos marxistas en sí, la verdad es que los críticos a González y Guerra no defendían la ciencia marxista, el materialismo, nada de eso, sino que apelaban a las esencias del partido (democracia interna, austeridad, debate…) que veían que estaban siendo pisoteadas por la cúpula. Purgas de veteranos militantes para colocar a los afines, acuerdos en alcaldías sin debatir en las asambleas, excesivo protagonismo de González, una modelo de transición que dejaba fuera a la clase trabajadora y un acercamiento a la clase dominante que ya vislumbraban como peligroso. Ahí estaba la crítica que González quiso derivar hacia el marxismo y que se le volvió en contra en un primer momento.
Pablo Castellano lo recordaba así: “Al Sr. González le ha gustado enormemente la táctica de la fuga hacia adelante, y sabía que en su próximo Congreso le iba a estallar ruidosamente la crítica por los desafueros orgánicos e incumplimientos políticos, pues aún era residualmente democrática y de base la composición de las delegaciones, en su mayoría enfrentadas a la dirección por haber sufrido en sus carnes y como militantes la práctica cesarista, caudillista, oligárquica y personalista. Esta crítica había que reconvertirla y desactivarla con una falsa polémica no ideológica sino ideologizante, sobre el bizantinismo nominalista de marxismo sí o no”. En otro sentido más historicista así lo entendió Santos Juliá: “Por debajo de ese término, lo que se sometió a discusión, por última vez, fue la concepción misma del partido, la dirección política emprendida desde el anterior congreso, el juicio sobre la transición a la democracia y la definición de las tareas que en futuro esperaban los socialistas”.
En efecto más que sobre el marxismo se hablaba, o se pretendió hablar, sobre la concepción misma de la forma de organización del partido. El dúo González-Guerra quería un partido interclasista, lo que en ciencia política se conoce como catch-all party, un partido con una ideología liviana que no asustase a la clase dominante y pudiese caminar por el centralismo político con total libertad. Un partido socialdemócrata como esos mismos que en el resto de Europa estaban caminando hacia la revolución neoliberal mientras defendían el Estado de bienestar en materias sociales. A ello había que añadir que la cúpula dirigente del PSOE tenía una visión de la política de tipo regeneracionista, de llevar adelante la nunca lograda revolución burguesa en España. Desde una visión tendida hacia la izquierda, pero burguesa en sí. Mientras los críticos apostaban por un partido de masas, con una alta democracia interna, donde, asumiendo la existencia de ciertas oligarquías, se respetasen las distintas tendencias y se abriese un debate sobre las políticas a desarrollar. Un partido que aspirase, no sólo a la socialdemocracia/Estado de bienestar, sino a transformar la sociedad y aspirar a la sociedad socialista mediante un proceso gradual. Desprenderse del marxismo suponía para éstos, desprenderse de las esencias mismas del PSOE histórico. De ese PSOE que cumplía cien años y que huía como la peste del culto a la personalidad. Y eso que en tiempos de Pablo Iglesias había ciertamente un respeto mayúsculo.
Una tras otra, las enmiendas sobre el marxismo iban ganando terreno, hasta que llegó el debate en el Plenario del Congreso y se produjo la catarsis, como algún periodista tituló en aquella época. Almunia defendió con la gracia que le caracteriza, esto es ninguna, la retirada del término marxista apoyándose en Poulantzas y otros autores más modernos. A favor del marxismo habló Francisco Bustelo que con un discurso lleno de lugares comunes pero de tremenda emotividad logró que la permanencia del marxismo como base ideológica del PSOE permaneciese con un 61% del voto. En estas Guerra cambiaba los estatutos del partido sin que los críticos se percatasen pasando de un partido democrático desde la base (las delegaciones salían de las agrupaciones directamente) a un partido donde el jefe/jefa de delegación votaba por todos y todas. O lo que es lo mismo, cuando Guerra votaba su mano levantada a favor o en contra sumaba todos los votos andaluces en uno. Pero lo importante vendría al renunciar González a ser candidato a secretario general diciendo aquello de que no era un junco que se moviese al albur del viento, lo que en términos prácticos y más adelante se demostró como falso. Pues sí que fue un junco y cambió bastante.
Lloros por las esquinas, gritos de desesperación, insultos de los mismos delegados que habían votado en favor del marxismo contra los críticos, la irreflexividad corriendo por todas las esquinas del recinto y la sensación de haber matado al padre en muchas personas. Querían un PSOE marxista con González a la cabeza y al no poder ser se lanzaron a los brazos del dirigente político dejando de lado lo ideológico. Algo que no era contradictorio pues, como recuerda Antonio García Santesmases, “González nunca se había definido como partidario exclusivo de un socialismo no marxista; había afirmado que a su izquierda en el partido había muy poca gente, consideraba que en el partido cabían desde los marxistas rigurosos hasta los socialdemócratas consecuentes, pero nunca se había definido como perteneciente a los segundos”. Enterraban la ideología para entregarse a lo que dijese el líder, fuese lo que fuese. Enterraban la democracia internar para pasar a adorar al César. Sólo él podía marcar el camino y desde este día, hasta que abandonó la secretaría general, el PSOE y González eran lo mismo. Socialismo sería lo que dijese González y los que criticaban sólo querían la ruina del partido.
Aunque esto es adelantar acontecimientos porque tras abandonar la nave el líder provocando un Congreso Extraordinario, la clase dominante comenzó a mover sus hilos para que los críticos no tomasen el poder. Enrique Tierno Galván contó en su momento que recibió llamadas monárquicas para pedirle que no dieran el paso. Otros como Castellano también han contado que hubo presiones de los partidos socialdemócratas europeos y de banqueros que amenazaron con dejar seco el partido y reclamar todas las deudas si eliminaban a González de la ecuación. No fueron unos cobardes como ha dicho Guerra en muchas ocasiones, fueron consecuentes con su partido al que no querían ver después de cien años acribillado por el establishment. Quisieron aumentar la influencia de las personas con una vertiente más crítica respecto al análisis de la transición y de las luchas sociales que se debían dar, pero ahí estuvo la clase dominante para proteger a González (y bien que les devolvió el favor dirá alguno). Si hoy en día piensan que los medios son duros con Iglesias, Sánchez o Rivera, comparen con lo que les dijeron a los críticos, a fin de hundirles y que jamás volvieran a cometer la torpeza de intentar democráticamente tumbar a González.
El periódico Süddeutsche Zeitung de Munich calificó a Felipe González como “la primera víctima de la lucha de clases”, así por empezar con uno extranjero. ABC en su editorial del martes 22 de junio de 1979, titulado La incoherencia de un congreso y la coherencia de una dirección, exponía que “Felipe González forma parte de esa reducida categoría de políticos que anteponen la defensa de las propias convicciones a la ambición del poder por el poder. [La culpa de González] resulta mínima (los delegados no entendieron o no quisieron entender sus matizaciones clarificadoras ni el nítido enfoque de su discurso de apertura) comparada con la de quienes, en feliz expresión de un delegado, se lanzaron a la carretera sin rueda de repuestos”. Los delegados eran estúpidos, González el nuevo Prometeo venía decir y quienes propiciaron ese debate (Castellano, Bustelo, Tierno Galván y Gómez Llorente) unos ambiguos que “alentaron el fuego jacobino”. Tampoco se quedó atrás El País, que venía haciendo posiciones para ser el BOE de González, “pocas dudas caben de que el sector más radical del congreso fue víctima de un gigantesco embarque propiciado desde la comisión ejecutiva, donde el señor Gómez Llorente osciló entre la solidaridad corporativa, y la tentación de la secretaría general, y desde otras zonas de autoridad e influencia dentro del propio partido”. Se acusaba a los críticos de querer auparse al poder mientras se sabía que hasta el último momento estuvieron pidiendo a González que siguiese en el cargo.
La entronización de González y el felipismo en el Congreso Extraordinario.
Decía Robert Michels, en su clásico libro Los partidos políticos, que “La renuncia al cargo, en la medida que no es una mera expresión de desaliento o protesta, en la mayor parte de los casos es una forma de retener y fortalecer el liderazgo” (Un inciso, si esto lo hubiera leído Susana Díaz igual…). Eso es lo que hizo González, siguiendo al pensador alemán, dimitió para fortalecer su posición, la cual ya era fuerte de por sí, pero si se le añade que se comenzó a lanzar la consigna de haber matado al padre, de haber cometido un magno parricidio, normal que el liderazgo tuviese fuertes componentes carismáticos. Se totemizó, siguiendo el análisis de Freud, de tal forma a González que se volvió intocable. Comenzó el felipismo que inundaría durante casi dos décadas el PSOE. Un felipismo que significaba, según analizó Luis Gómez Llorente, “una identificación excesiva entre la sigla y un hombre. Entre la imagen del partido y la personalidad de un concreto afiliado; la personalización exagerada de las campañas electorales; la exaltación sistemática de un hombre. El montaje de actos públicos orientados a la exaltación de su personalidad. Los retratos, los gritos, las entradas calculadas, etc.; la concentración semimonopolista de la representación en solitario del partido; la concentración de la información también, la asunción de decisiones a nivel personal; el aparato especial en torno al superlíder creando un efecto psicológico de jerarquía; y todo esto desemboca a veces en la confusión entre la lealtad personal y la lealtad al partido. Entre la confianza al líder y la confianza al partido”. Seguro que les suena a sucesos actuales parecidos.
Cualquier crítica a las decisiones del dirigente sería tomada como una crítica al conjunto del partido, como un insulto a las esencias del socialismo que quedaban encarnadas de manera sacra en González. A los críticos de esos congresos se les haría la vida imposible en los años siguientes, algunos como en el caso de Castellano por ser excesivamente bocazas, pero los Gómez Llorente, Bustelo, Tierno Galván quedarían excluidos realmente de los núcleos de poder y de los cargos. Diario 16 llegó a titular a cinco columnas que Gómez Llorente se iba, no por querer la presidencia del Congreso de los Diputados como malévolamente difundieron los felipistas, sino porque había entendido que el socialismo, como movimiento de transformación del capitalismo había sido enterrado en 1979. Sabía que González iba a llevar adelante la revolución burguesa y no quiso participar de ello por una cuestión ética. Lo que vendría después serían días de vino y rosas, pero de un abandono de los principios fundacionales del PSOE. Muchos se siguen calificando de socialistas, o se habla del partido socialista, cuando no es más que un recuerdo de un partido socialdemócrata con todo lo que eso supone en la actualidad. En 1979 el PSOE socialista quedó enterrado, estos 40 años han sido socialdemócratas y en perfecta comunión con el establishment.
El PSOE hoy es un factor de sostenibilidad del sistema con una perspectiva social, para lo bueno y lo malo, pero no es ya socialista porque lo dejó bien enterrado González. Comenzó el felipismo, al que seguiría el zapaterismo y el sanchismo, como pueden observar se perdió el sentido de partido para entregarse a lo que decía Gómez Llorente, la confusión entre la lealtad personal y la partidaria. Dirán que hoy la política exige, debido a las redes sociales y demás mecanismos electrónicos, cierta personificación. Habría que recordar que eso mismo decía Alfonso Guerra en 1982. En 1979 se quitó la autoridad al partido como estructura de lucha para entregarla a una personalidad, los que ha venido después es más felipismo con mayor o menor fortuna, con mayor o menor farsa (por utilizar el dicho marxista). Para lo demás Carmen García Bloise se dedicó a purgar bastante bien el PSOE de críticos.