No tomen este artículo como un ataque directo contra el periodista Pedro Vallín. En este caso no es más que un elemento simbólico que sirve para describir hasta qué punto la ideología dominante, en su fracción progresista, está plenamente asentada hasta en aquellos lugares donde no muchas personas no sospechan. Es Vallín de los pocos periodistas que se salvan de la mediocridad existente en España. No sólo cultiva el espíritu (su pasión por el cine es conocida) sino que intenta dentro de sus posibilidades cultivar el intelecto. No el típico adorador de periodistas que sólo lee a periodistas creando un círculo infernal de la mediocridad intelectual, va un paso más allá. Es junto a Juan Soto Ivars y Víctor Lenore –incluso se podría añadir a Daniel Bernabé– parte de los “Nuevos Culturetas”, una especie de remedo de los Nuevos Filósofos (ya saben Bernard Henri-Levy, Alain Finkelkraut…) a la española y con similares consecuencias intelectuales. En general no la tomen con Vallín pero sí es necesario analizar alguna muestra de lo que expresa.
Como pueden apreciar en el mensaje anterior, Vallín se posiciona contra una supuesta izquierda reaccionaria de la siguiente forma: “La nostalgia reaccionaria que anida en la izquierda se resume fácil: «Quiero que el mundo sea simple, como antes, con categorías que entiendo, como ‘obrero’, ‘mujer’, ‘soberanía’; aceptar la complejidad creciente de las sociedades humanas es ser cómplice del neoliberalismo»”. Este discurso no es nuevo, es común entre cierta progresía desde la caída del muro de Berlín de forma clara y entre las diversas ramas del liberalismo desde mucho antes. Ninguno de los grandes pensadores de la izquierda marxista o postmarxista (por utilizar la categoría académica para los neomarxistas) ha pensado y expuesto que la realidad sea simple. Quienes simplificaron la realidad social, en concreto, fueron los autores socialdemócratas hasta casi los años 1970s. Mientras tanto esos que son calificados de reaccionarios sabían de sobra que, en última instancia (asumiendo la complejidad de esta instancia), la influencia del sistema productivo en las relaciones sociales iba más allá de estructura y superestructura, de la existencia de dos clases sociales y demás dualismos que, curiosamente sí mantienen algunos progresistas.
Respecto al tema de la complejidad de las sociedades, es un tema recurrente del pensamiento liberal –los “verdaderos” progresistas como se suelen definir- desde, al menos, Max Weber (1921). El autor alemán ya advertía que las sociedades modernas eran bastante complejas pues la existencia e interacción de diversas esferas de acción especializadas impedían la existencia de un punto central de unión y, por ende, de organización de todas ellas. A más, a más, a finales de los años 1960s y durante buena parte de las dos siguientes décadas la Teoría de Sistemas de Niklas Luhmann explicó la creciente complejidad del sistema social con diferentes sistemas (o subsistemas) autorreferenciales que progresaban gracias a la autopóiesis. Dicho de otra forma, la complejidad es autorreferencial y genera sus propios modos de desarrollo o decrepitud pero siempre con la base de la diferencia (véase su libro Complejidad y Modernidad: de la unidad a la diferencia, Editorial Trotta). Lo fundamental de ese megasistema complejo es la comunicación (lo único que llegó a acordar en su famoso pleito con Jürgen Habermas). Por tanto, lo de sociedades complejas no es novedoso es parte del desarrollo de la Modernidad y es algo a lo que han enfrentado numerosos pensadores que ahora son vistos como “reaccionarios”. Pobre Nicos Poulantzas que ayudó a desenmarañar lo que era el Estado desde una visión marxista. Pobre Perry Anderson que ha intentado descubrir la complicación social del capitalismo tardío… y así con tantos otros, incluyendo a Frederic Jameson y su desmontaje de la postmodernidad.
La “complejidad” como mecanismo de disolución de la ideología dominante, desde hace más de un siglo, frente a sujetos posibles de transformación como clase social, sexo, etcétera los cuales quedan escondidos, postergados y sin legitimidad de acción. Nada nuevo porque la clase dominante lleva intentando hacer eso desde siempre. Una clase dominante que está dividida en fracciones, con sus bajas y sus altas, como bien ha analizado y explicado la izquierda tradicional. Ese tipo de explicaciones no existen hoy en la izquierda progresista, todo es complejo y así se puede evitar el análisis. Una cosa es decir como Alain Badiou que el acontecimiento acaba propiciando el sujeto de cambio y otro negar que haya cambio posible debido a la complejidad. Hay que progresar en lo humano y lo tecnológico… no hay más dicen desde la izquierda progresista a la tradicional. Todo es muy complejo, como dicen ministras y ministros, mientras paradójicamente los que acaban pagando el plato son los mismos, la clase trabajadora -en sus distintas fracciones, como han analizado y explicado izquierdistas “reaccionarios” como Erik Olin Wright-. Luego la izquierda progresista del mundo acaba simplificando la política con el agonismo de Chantal Mouffe (la dialéctica amigo-enemigo de Carl Schmitt), el arriba-abajo, la casta-el pueblo y la petición de recuperar la soberanía. Porque es curioso que Vallín señale el concepto de soberanía como concepto práctico de la izquierda reaccionaria cuando, al menos desde Marx, se conoce que tal concepto (teológico-político, por cierto) no es sólido. Son los hijos progresistas del populismo y de la postmodernidad (Giorgio Agamben, su Homo Sacer y su estado de excepción permanente son un ejemplo claro) los que reclaman soberanía, los que reclaman tener ese poder de decisión libre. Es casi una loa a un intelectual orgánico del sistema como Francis Fukuyama.
El postmodernismo -ese que se caga en Godard y alaba la industria más ideológica como el cine estadounidense (Vallín ya dice que no hay que señalar como ideológico al cine estadounidense, aunque es cierta la tontería del cine europeo, que es tan ideológico en ocasiones que el otro)- apela a los sentimientos, no a racionalizaciones. Apela a lo que hay de humano en el ser humano –por cierto fueron los liberales los que pusieron en el centro del análisis al ser humano en la Ilustración-. Vamos lo mismo que decía allá por el siglo XVIII el moralista David Hume. Poca novedad de los postmodernos y eso que toda su planificación teórica se basa en la ideología dominante que niega cualquier tipo de escatología a los seres humanos pero sí vivir en la novedad constante. Como diría Hans Blumenberg en los años 1960s (tampoco es novedoso como ven) la deificación de la Modernidad es que lo nuevo brille más sin mirar atrás. ¿Les suena? Lo que nos vende la izquierda postmoderna es agotar la inmanencia en la presencia, en lo novedoso, en lo brilli-brilli para la valoración de todo. El triunfo de la estética a fin de cuentas. El capitalismo ha triunfado, asúmase, y hay que dejar fluir lo sentimental y construir desde ahí los derechos que hagan falta. Si el capitalismo genera esquizofrenia (al menos eso explicaba Gilles Deleuze y Felix Guattari, algo que les copia Byung Chul-Han) el sujeto no es en sí mismo unívoco sino polifónico con una pléyade de intensidades personales. De ahí que se pueda acabar con la mujer como concepto y sujeto (curioso que el hombre no entre en esa ecuación), se pueda acabar con la clase como concepto y sujeto (ahora los sujetos revolucionarios surgen de los sentimientos y las batukadas)… y quien enfrenta eso es reaccionario. Por el camino las personas se quedan sin sanidad, trabajo, derechos laborales…
Sin culpabilizar de casi todo lo anterior a Vallín queda claro que la ideología dominante está más extendida de lo que parece. La maleabilidad de la misma le permite sumar y sumar batallas culturales que acaba mercantilizando, sin dejar de lado la concesión de todos los derechos que hagan falta y no pongan en duda al propio sistema. La diversidad, cuyo padre es John Stuart Mill (otro del siglo XIX no de hace dos días), la complejidad, el empoderamiento, el emprendimiento, las plataformas, la novedad que más brilla, etcétera no hacen daño al sistema sino que le ayudan a disolver posibles luchas transformadoras. Realmente, como se ha visto, el discurso de la progresía molona es más reaccionario o más antiguo que el de la izquierda tradicional. Pero ya saben, no opinen, ni disientan que es todo muy complejo… Ya.