Aterra que unos personajes públicos reciban unas balas en un sobre porque aún está muy inserto en la memoria colectiva lo que sucedía en el País Vasco no hace mucho tiempo. Que tras la amenaza, venía el tiro en la nuca de los viles terroristas. También aterra cuando a un político le persigue una horda de fanáticos de cualquier causa –en ese mismo momento pierden cualquier atisbo de razón- empujándole, insultándole y/o escupiéndole porque recuerda a las no tan antiguas razzias que los franquistas hacían por la calle Goya y adyacentes apaleando a quien les parecía. Distintos personajes ideológicos pero todos con la rabia y la agresividad como primera y fundamental manifestación humana.
Ahora que se reciben balas, por suerte en un contexto bien distinto, o navajas, pero no de regalo, cabe recordar que siempre se han recibido este tipo de amenazas en el mundo político. En algunos casos nunca se supo y algún culpable pasó por el juzgado, en otros (como suele suceder) no se supo quién pero no se hizo de ello un espectáculo de victimismo, ni de chulería. Entre otras cosas porque no servía para nada darle publicidad a estas cuestiones.
Hace ya muchos años, cuando realizaba mi tesis doctoral, pude entrevistar a personas que trabajaban en Moncloa y en Ferraz en el terreno de la seguridad en tiempos de Felipe González y Alfonso Guerra. Con menos mecanismos de seguridad, se recibían amenazas de este tipo, insultos, chorizos en una caja y hasta bragas por si eran fetichistas los destinatarios. ¿Qué se hacía? Lo primero no darle publicidad al asunto para que el imbécil que había mandado la misiva no reforzase sus ánimos y luego investigar si cabía posibilidad. Eran tiempos en los que ETA mataba mes sí y mes también, por lo que se tenía esa precaución mínima de recabar pistas si las hubiese. En Ferraz, concretamente, han recibido de todo, especialmente en los años que funcionaba La conspiración de Anson y se calificaban de crispación. Silencio para no darle publicidad a los instigadores y denuncia cuando cabía. Y sin preguntan en Génova, tres cuartos de lo mismo.
En esas mismas época el alcalde socialista de Alcorcón, Jesús Salvador –padre, por cierto, del actual alcalde de Granada (aunque en Ciudadanos)-, tras una falsa información sobre posible corrupción vio cómo su casa aparecía llena de pintadas y amenazas y a su hija la agredían. Este suceso, en estos tiempos de política espectáculo, hubiese servido para casi beatificar al alcalde y llenar las redes sociales de conspiraciones. Se denunció y ya. Ahí se dejó el asunto sin hacerse la víctima permanente –ahora algunos y algunas viven del victimismo. En la campaña de 1996 se insultaba a los militantes socialistas, se les escupía y nada pasó –igual porque los que alentaban eso (que son justo los mismos que ahora alientan la violencia) se sentían ufanos por su maldad-.
Para que no piensen mal, les contaré algo que le ocurrió a una asociación juvenil del PP en la facultad de Ciencias Políticas. Estaba a la cabeza de la misma Carlos Clemente (posteriormente viceconsejero de Cooperación e implicado en la trama Gürtel) y la compartían con la asociación Manuel Azaña. Un día una panda de idiotas de la asociación vinculada a Izquierda Unida no tuvo mejor ocurrencia que acudir a destruir el despacho que tenían en la facultad para guardar sus cosas (por cierto, uno de los instigadores llegó a ser concejal en Madrid, abandonó IU, se pasó a Podemos y más tarde a Más Madrid). Una gamberrada sin más dirán ustedes, el problema es que se llevaron 50.000 pesetas de los años 1990s, se denunció y algunos se mantuvieron callados por un tiempo largo. ¿Salió en la prensa a cuatro columnas? No, porque no había que dar alas a los gilipollas.
Sin duda el fascismo, que sigue presente en la sociedad, suele estar detrás de las palizas a homosexuales, a inmigrantes, peleas a cuchilladas entre distintos grupos extremistas, pero se sitúan en la periferia del sistema. No es la sociedad la que está podrida. Esto no empece para observar cómo algunos están empeñados en pudrirla para sacar réditos personales, electorales o económicos. Sin odio y bilis algunas radios no se escucharían y no tendrían ingresos publicitarios. Sin señalamientos selectivos y espectáculo basura algunas televisiones no tendrían espectadores ni publicidad. Sin hacer públicas las amenazas algunos no podrían montar campañas política (no precisamente las electorales). Al final parece que hay una retroalimentación de las partes.
Lo normal en los casos sucedidos estos últimos días es haberlo silenciado y haber intentado detener a los impresentables. Al darle publicidad se nutre a la víctima y al victimario –quien ve reforzadas sus amenazas-. En un sistema con valores democráticos, más allá de la publicidad o no de las amenazas, nadie hubiese dudado de las cartas. Y nadie lo utilizaría en beneficio. Porque al antisistema se le excluye ignorándole. Tampoco alentar por detrás para lanzar piedras a los ultramontanos es buena idea, por mucho asco que den a los demócratas. Tampoco animalizar al adversario como mecanismo de deshumanización y por tanto de posible ejecución. Por cierto, pintadas en las sedes de los partidos han existido toda la vida y lo que hacían era borrarlas y ya está. Ahora están llenas las redes de víctimas de odio, cuando igual no son más que gamberradas u operaciones de falsa bandera.
Cualquier amenaza es condenable, pero la democracia debe ser inteligente para gestionar ese tipo de condenas. Hay un camino claro siempre, la justicia. El que lo haga que lo pague. Lo demás es espectáculo y llevar la política a un terreno pantanoso y lleno de odio. Un terreno en el que acabarán ganando los lanzadores de bilis radiofónica, los partidos ultras, los demagogos y perderán los ciudadanos. Cualquier acto de violencia es condenable y perseguible judicialmente, pero sin necesidad de hacer caldo gordo a los que quieren acabar con el sistema que tenemos. Que mejor o peor, es el único que ha servido para que los españoles no estemos matándonos a todas horas.