Coinciden en el tiempo, es decir, en las últimas semanas, la nonagésima ocasión en que cierto sector de la política española da la tabarra con la instauración de una república (en el sentido de no monarquía, no en el antiguo de sinónimo de Estado), junto a la última demostración de diversas acciones de “ofendidos por el mundo” –como pueden ser las imágenes de C. Tangana o Zahara-. Que si con una república no subiría la luz, que si hay que prohibir esto o aquello, que si, que si, que si… Nada mejor que analizar esas posiciones claramente políticas para ver qué hay detrás de todo ello.
¿Qué tipo de República?
Si ustedes preguntasen, a todas las personas que proclaman a voz en grito que es necesaria la instauración de una república, qué tipo de república están pidiendo, con total seguridad recibirían respuestas tan diversas como cada individuo. Eso sin contar aquellas personas que bizquearían o tartamudearían para ofrecer una respuesta coherente más allá de “pues una república, coño”. Porque si algo existe en el mundo de los deseos republicanos es una completa inconsistencia respecto al tipo de república que se postula. Algo que muchas personas dirían que es baladí pero que, al contrario, es fundamental para el desarrollo futuro del régimen político.
¿Una república jacobina? ¿Una república federal? ¿Una república confederal? La cuestión no es solamente desembarazarse de los Borbones y ya, como muchas personas pueden pensar, debe ser algo más concreto. En realidad republicanos que no quieren una monarquía los hay desde la derecha a la izquierda. Todo el mundo entiende que la consanguineidad no debe marcar la jefatura del Estado, por muy limitada que ésta esté, pero cambiar ¿para qué? Si se desea una república centralista, multinivel limitada (tipo Francia), se deben asumir ciertos valores democráticos donde el respeto hacia la decisión de muy pocos sea asumida. Evidentemente la discrepancia será siempre un valor a no erradicar. Si se desea una república federal se debe estar dispuesto a asumir que todos los estados federales contarían con las mismas reglas –ni fueros, ni tradiciones antiguas, etcétera-. Unidad en la igualdad. En ambos casos la soberanía popular se situaría en el Estado central. Si se desea una república confederal se debe admitir que la soberanía del Estado confederal estaría en mayor medida en los estados confederales que en el Estado central, el cual actuaría en cuestiones de equilibrio, defensa y derecho común (el que se decidiese que es común).
Como ven en cada una de esas posibles combinaciones existen, en la práctica, posibilidades de estar unidos o de transformar España en un sistema cantonalista donde cada estado haga de su capa un sayo. A ello súmenle que esa república, da igual la estructura elegida, debería decidir si tener una república presidencialista –donde manda principalmente la presidencia de la república y hay unas cámaras que ejercen un control limitado-; una república semipresidencialista –donde existe la cohabitación entre presidencia de la república y presidencia del gobierno/cámaras-; una república parlamentaria o cameralista –donde la presidencia del gobierno y las cámaras de representación tienen el poder real, mientras que, de existir, la presidencia de la república es meramente formal-; o una república cantonalista –donde son los parlamentos de los estados los que deciden libremente salvo las cosas comunes que se deciden en una asamblea de delegados de las cámaras regionales y existe una presidencia formal-.
Jamás habrán escuchado hablar de esto a quienes proponen una república. Se entiende que algunos quieren la recuperación de la IIa República –que fue, en cierto sentido, de parte-; otros quieren una república centralista y jacobina –que también tiene mucho con ser de parte-; los menos querrían una república socialista –soviética o consejista, que en esto hay de todos los colores-; y otros pocos un república fascista. En todos esos casos se omite el debate fundamental que se ha presentado en los párrafos anteriores y que es decisivo para el devenir de una posible república. Tampoco habrán escuchado en el debate presentar una república para todos, sino que suelen presentarse modelos –siendo generosos con la palabra modelo- de parte, donde se excluye a una parte de la población o se va contra ella directamente. Y así no hay república que valga la pena.
¿Qué valores para la república?
Cualquier sistema político tiene unos valores inherentes. Con la elección de la estructura estatal y el tipo de representación que se elige ya se están aplicando ciertos valores en favor de un tipo de democracia u otro. Igualmente válidos pero con consecuencias prácticas en la acción y la asunción de las decisiones tomadas. Incluso las dictaduras tienen sus propios valores para que funcione el sistema más allá de los elementos represivos. Por ello ¿qué valores tendría esa república que se pide? Algunas personas responderán que valores republicanos –en la mayoría de las ocasiones sin saber qué significan ese republicanismo en sí-, pero también podrían ser liberales, o conservadores, o ácratas, y así hasta el infinito.
Otros responderán que bastan con los valores de Libertad, Igualdad y Fraternidad (o Justicia social que dicen algunos). Sí, evidentemente pero ¿qué libertad? ¿Qué igualdad? ¿Qué fraternidad? Como la vida real no son las páginas de los libros de los filósofos éticos –véase la escuela de John Rawls o de Martha Nussbaum– y todos esos conceptos/valores son polisémicos habría que establecer un acuerdo sobre mínimos donde las distintas formas de entender la libertad encajasen –desde la libertad como no dominación al sentido libertario-; donde la igualdad, como mínimo, fuese de oportunidades –algo que defienden numerosos liberales-; donde la justicia social fuese el compromiso de la comunidad formada con todos sus integrantes. Pero las cosas no parecen ir por ahí sino todo lo contrario. Se está más cerca de la República de los ofendiditos que de una república de aquel estilo.
Ahora, como todo el mundo ha comprado la tesis de la última escuela de Frankfurt sobre el reconocimiento como motor de la historia –las culpas para Axel Honneth-, ahora cualquier grupo de personas que tienen algo en común reclaman su derecho a ser reconocidas y, por ende, tener la posibilidad de señalar, cancelar y prohibir a los demás lo que digan, hagan o piensen. Una República enseña, encamina, transmite ciertos valores a los que añadir los de su marco social y familiar. A partir de ahí cada cual es libre. Alguien puede ser racista –algo asqueroso- pero no hay que meterle en la cárcel, sino educarle en el respeto. Hoy en día salen ofendidos a izquierda y derecha que se asemejan más a la Inquisición que a ciudadanos y ciudadanas republicanas. Si alguien hace un comentario machista se le criminaliza y se pide que le expulsen hasta de su trabajo. Si alguien hace un comentario contra una cuestión religiosa se le intenta anular y hasta se le denuncia en los juzgados –incluso cuando la ofensa es contra el Islam se le cataloga de xenófobo-. No hay día en que los ofendiditos no aparezcan en las redes sociales o los medios de comunicación.
Con esos valores no se construye una república que pretenda ser duradera. Con esa carencia completa de capacidad de debate no se construye una república. Con esa capacidad de agonismo donde sólo hay buenos y malos cualquier república camina hacia la guerra civil. Con esa cultura de la cancelación la libertad se muere y se camina hacia un mundo orwelliano. Con ese reconocimiento como valor supremo al final se acaba en el individualismo más salvaje donde cada cual acaba siendo no un ser humano sino un derecho. Sin educar en valores plurales mediante debate se acaba construyendo una sociedad de los ofendiditos, los cuales acaban queriendo imponer sus deseos a los demás (miren el ejemplo de los comedores escolares con veganos, islámicos y demás grupos, por no hablar de las lenguas regionales). Una república del reconocimiento al final pierde el sustento fundamental, la comunidad de ciudadanos y ciudadanas. Y sin comunidad –plural, diversa y todo lo que quieran- no hay soberanía, ni derechos mínimos y fundamentales, ni vida social posible. Ni nacional-religionismo, ni postmodernismo son fuentes de construcción de nada perdurable. Pero de todo esto no verán que hablen quienes piden repúblicas o cambiar el régimen.