Fuente: Atlético de Madrid

Hubo un tiempo en que el Atlético de Madrid era como el rock sureño. Tras pasar unos años por la música indie, esa que es casi monocorde, con letras insulsas y que provoca cortarse las venas, una depresión total, se transformo en un grupo de mucha testosterona. Ese rock sureño nacido del proletariado de Florida para extenderse por ese orgulloso sur estadounidense que espera pacientemente volver a renacer. Cuando ahora se habla de los rednecks se olvidan que los grupos de rock sureños ya eran la expresión de esa gente olvidada y perseguida por el sistema.

Cómo no recordar a esos Lynyrd Skynyrd siempre dispuestos a la pelea —se cuenta que su road manager llevaba un maletín con 25.000$ para sacarles de la cárcel del condado de turno—, ya fuese entre ellos —son antológicos los hostiazos entre Allen Collins y Johnny Van Zant—, sus roadies contra los de Blue Öyster Cult, o el primer grupo de marines que se encontraban en cualquier bar. Tenían claro lo que querían, cómo lo querían y si en algún momento desfallecían, estaba el jefe de todo el cotarro, Van Zant, para dar el grito de aviso y ponerlos sobre el carril correcto de nuevo. Se cuenta que Johnny tenía a los guitarristas practicando hasta la extenuación hasta que se memorizaban todo el repertorio.

El problema es que tras el éxito llegaron los 80’s para el Atleti y como le sucedió al rock sureño, comenzaron a meterles sintetizadores, a perder fuerza las guitarras y a cardarse el pelo. Blackfoot, otro de esos grupos con los que mejor no cruzarse de malas, es el prototipo de pérdida de fuelle, como les pasó Molly Hatchet. Pasaron del rock divertido, contundente y con pilas de amplis detrás a llenar todo de personajes más propios de Mecano que del rock. Mucha fanfarria pero la música ¡pse! A vivir de los viejos éxitos dando pena. The Black Crowes recuperaron algo de ese espíritu de bronca y testosterona pero ya no era lo mismo.

Hoy en día el Atleti es reguetón o Country actual. Mucho postureo, mucho peinado, muchos tatuajes pero les calzan dos hostias en cualquier restaurante vegano. El sombrero vaquero puesto para cantar un pop blandengue con banjos y pedal steel se vende bien en televisión pero, el recientemente fallecido, Kris Kristoferson se mearía en cada acorde y cada puesta en escena. Mucho vocoder para camuflar que no se sabe cantar, mucha letra para mentes inferiores, algunos ingresos, pero la nada.

Mañana llamará la atención otro más idiota, más tatuado o con el sombrero vaquero de medio lado (como Pedro Navaja) y les quitarán el puesto en los tiktoks o los reels de Meta. Mientras tanto David Gilmour vendiendo discos a porrillo, llenando sus conciertos y vendiendo los derechos sobre sus grabaciones por 400 millones de euros. Hay que volver a los orígenes, al rock sureño. Y esto lo saben aquí y en Constantinopla.

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