En apenas cuatro meses, y pese a contar con solo 84 diputados, el Gobierno socialista ha dado buena muestra de su intención de llevar a cabo algunas de las reformas que necesitaba el país tras largos años de conservadurismo liberal del Partido Popular. El de Sánchez no solo se ha definido desde el primer momento como un Ejecutivo esencialmente feminista (11 ministras por solo 5 hombres) sino que ha asumido en lo económico un compromiso firme con las políticas sociales, algo que esperaban como agua de mayo millones de españoles castigados por la terrible recesión que comenzó en el año 2008. La prueba de que el talante progresista de este Gobierno está suficientemente acreditado es que en las últimas semanas Sánchez no ha dudado en recurrir incluso a una argucia legal para sortear el techo de gasto que establece la Ley de Estabilidad Presupuestaria, evitar el veto del PP en el Senado y aprobar unos presupuestos que contemplen más inversiones en políticas sociales, tan olvidadas por los duros recortes de Mariano Rajoy que habían socavado el Estado de Bienestar. La maniobra, constitucional a todas luces pese a que no haya gustado a PP y Ciudadanos, ha sido aplaudida por los grupos de izquierdas como Podemos que, de salir adelante los nuevos presupuestos, en principio mucho más solidarios, mantendrá con toda probabilidad su apoyo a Pedro Sánchez.
El carácter netamente socialdemócrata y reformador de este equipo que, no lo olvidemos, se constituyó deprisa y corriendo tras la moción de censura del pasado mes de junio contra Rajoy, se demuestra en otras importantes iniciativas que se han ido conociendo en los últimos días, como la intención de Sánchez de gravar las fortunas más elevadas en el impuesto de la renta de las personas físicas y sociedades, atajar el fraude fiscal, acometer reformas laborales para que los trabajadores recuperen derechos perdidos, cumplir con las ayudas a las personas dependientes y actualizar las pensiones más bajas según la subida del IPC. Además, el nuevo gabinete ha cumplido su promesa de bajar el precio de la factura de la luz siempre sometida a los abusos de las compañías eléctricas (aunque la medida ciertamente se antoje insuficiente, ya que la rebaja de dos euros apenas se notará en los bolsillos de los ciudadanos) y sigue trabajando en más reformas, como la de la ley de igualdad para avanzar en los derechos de las mujeres, y la nueva ley educativa, que prevé ambiciosos objetivos como ampliar la concesión de las becas de estudio, el impulso a la investigación o la recuperación en los colegios de la asignatura educación para la ciudadanía. En todo esto trabaja Sánchez sin olvidar la necesaria regeneración democrática tras lustros de corrupción institucional donde ocupa un papel preeminente la supresión de los aforamientos para que los políticos implicados en delitos de corrupción puedan ser juzgados por jueces ordinarios, como cualquier otro ciudadano, y no por el Tribunal Supremo. A ese compromiso ético se une que Sánchez pretende dictar una ley para controlar la financiación de los partidos políticos y exigir una mayor transparencia en el patrimonio de los cargos públicos.
En cuanto al Procés, el presidente del Gobierno ha apostado por una vía mucho más inteligente y eficaz que la de su predecesor, la vía del diálogo político con los independentistas, un territorio que ni siquiera se atrevió a explorar Mariano Rajoy, que se limitó a boicotear el Estatut y los productos catalanes, a reprimir el referéndum del 1-O con los antidisturbios, a intervenir la autonomía mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución y a judicializar el problema mediante el encarcelamiento de los líderes soberanistas mientras Puigdemont, con su exilio en Bruselas, lograba internacionalizar aún más el conflicto y, de paso, poner a los tribunales europeos en contra de España. Tender puentes entre Madrid y la Generalitat de Quim Torra es lo mejor que se puede hacer, quizá la única salida para evitar el desastre, y aunque finalmente no resuelva nada al menos había que intentarlo.
Las buenas intenciones del PSOE, que incluso ha impulsado una ley para sacar los restos mortales de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera del Valle de los Caídos después de 40 años de democracia, están fuera de toda duda. A su vez, el acogimiento de los inmigrantes del Aquarius, que fueron abandonados a su suerte en medio del mar por el ministro italiano de Interior Matteo Salvini, la propuesta de reforma de la Constitución y el nombramiento de Rosa María Mateo como administradora de TVE son aspectos políticos no menores que han marcado un claro sello socialista al Ejecutivo de Sánchez. Estamos pues ante un programa muy distinto a las políticas inmovilistas y de ajuste duro del PP.
Y sin embargo, mientras las reformas avanzan con mayor o menor rapidez y las encuestas del CIS revelan que la mayoría de los españoles avalan las medidas urgentes del PSOE (de celebrarse hoy elecciones los socialistas ganarían con diez puntos de diferencia sobre el PP) el nuevo Gobierno se ha visto implicado en varios escándalos tan extraños como inesperados, como el que obligó a dimitir a Màxim Huerta de su cargo de ministro de Cultura por un supuesto fraude a Hacienda y a la ministra de Sanidad, Carmen Montón, por irregularidades en su máster. Las rápidas dimisiones de ambos demuestran que este es un Gobierno que asume responsabilidades políticas de inmediato cuando sus cargos públicos se ven envueltos en cuestiones éticas que ni siquiera han llegado a los tribunales, un comportamiento bastante más higiénico democráticamente hablando que el de aquellos imputados del PP que se eternizaban en sus puestos mientras los jueces los acusaban de graves delitos. Queda por ver qué pasará con la ministra de Justicia, Dolores Delgado, y esa deleznable grabación de audio captada en una comida con el juez Baltasar Garzón y el comisario Villarejo en la que suelta algunos comentarios fuera de tono y llama “maricón” al que entonces era su compañero, el magistrado de la Audiencia Nacional Grande-Marlaska (hoy ministro del Interior).
En cualquier caso, parece claro que este Gobierno, salvo el episodio puntual y poco más que anecdótico de Delgado, no tiene nada que ver con las llamadas “cloacas del Estado”, por las que se movieron tan cómodamente algunos ministros del anterior Gobierno (véase Soraya Sáenz de Santamaría como responsable del CNI o el caso de la policía patriótica, que afectó al exministro del Interior, Jorge Fernández Díaz). Urge por tanto que Sánchez acometa la gran reforma pendiente de la democracia española, la administración de Justicia, para homologar a España con los Estados avanzados de la UE. Un país donde los vocales del Poder Judicial y el Fiscal General del Estado son nombrados por los partidos políticos y el Gobierno, donde el machismo de los jueces impregna numerosas resoluciones judiciales como la de la Manada, donde todavía existen los aforamientos medievales y donde el rey sigue siendo penalmente inmune e inviolable no puede recibir con propiedad el título de democracia avanzada. Escándalos denunciados por Diario16 como la compra del Banco Popular por el Santander a cambio de un euro, sin que la Justicia haya actuado con contundencia, así lo atestiguan. Un Estado democrático no se puede permitir el lujo de tener un tercer poder en el que se acepte que las élites financieras dispongan de la vida de las personas, que para rescatar a un banco sea necesaria la ruina de más de un millón de personas, que esa entidad genere en los ciudadanos la sensación de impunidad ante la Justicia o que, en medio de una grave crisis en la que ellos mismos reconocieron que llevaban seis años sin obtener beneficios, se contrate a un banquero de inversión para ser consejero delegado de un banco comercial ganando una fortuna (en Merrill Lynch ganó bonus por valor de más de 25 millones de euros) cuando está previsto realizar un ERE en el que más de 5.000 trabajadores se quedarán en la calle. Las grabaciones del ex comisario Villarejo a la ministra Dolores Delgado han sacado a la luz no sólo esas siniestras “cloacas” del Estado sino también las de la Justicia en las que una parte de sus integrantes intentan controlar los mecanismos de la Administración a través de un poder oscuro y oculto que demuestra que la independencia que se les presume está supeditada a intereses superiores. Esta situación puede generar que en un momento determinado se dude de la imparcialidad o que un corrupto ante un juez se plante y le espete “¿y usted qué derecho tiene a juzgarme a mí?”, dejando entrever que hay una corrupción simbiótica. Por eso es fundamental que se haga la principal revolución pendiente de nuestra democracia, la del tercer poder. Mientras no contemos con unos jueces imparciales e independientes libres de toda sospecha que indaguen hasta sus últimas consecuencias en los entresijos de las élites no podremos decir que vivimos en una auténtica democracia. Y esa revolución pendiente será con Sánchez o no será.