Mientras algunos obispos han decidido levantar la voz contra el silencio que por momentos parece amordazar a la Iglesia católica en la lucha contra la pederastia, otros callan en sus textos y homilías. No es el caso del obispo de Lleida, monseñor Salvador Giménez Valls, que en su intento de atajar la lacra de los abusos en las sacristías ha llegado a exigir a los religiosos y voluntarios que trabajan en su diócesis la presentación de un certificado de penales. Con ese documento oficial pretende que los ministros del Señor demuestren que están libres de antecedentes criminales por delitos sexuales contra menores, en aplicación de una ley promulgada en 2015 que impone a todos los profesionales que trabajen con niños la obligación de acreditar que están limpios de condenas por corrupción infantil. Esta legislación afecta a monitores y educadores, también a los sacerdotes, pero una vez más, depende de cada diócesis aplicar la nueva normativa.
Terapia psicológica y ejercicios espirituales
No son pocos los psiquiatras que consideran que el celibato, unido al voto de castidad −la obligación de los religiosos católicos de abstenerse de mantener relaciones sexuales para lograr la pureza espiritual y la comunión con Dios−, puede ser el detonante de una frustración emocional y de un trastorno compulsivo que lleva a muchos sacerdotes a cometer este tipo de actos contra niños y adolescentes. Además, en la psicología más profunda de los agresores quizá subyace un componente homosexual no resuelto. Las estrictas normas de conducta de los sacerdotes y sus congregaciones acaban pasando factura a la psique de estos hombres que en un principio deciden consagrar su vida a los demás pero que terminan cayendo en el lado oscuro. En las primeras comunidades cristianas la soltería no era condición indispensable para recibir los hábitos y los discípulos de Jesús podían casarse y formar una familia. Sin embargo, a partir del I Concilio de Letrán (1123) todo cambió, y el voto de castidad se impuso como condición necesaria para ser investido sacerdote.
La mayoría de los depredadores sexuales de la curia católica empiezan sus acechanzas y acercamientos a la víctima (generalmente niños varones de entre 9 y 14 años) de forma muy sutil y discreta. Los abusadores se aprovechan del miedo reverencial que infunden en los menores y de su posición de representantes de Dios en la Tierra, lo cual genera aún más respeto y temor en los pequeños. Suelen elegir a sus víctimas entre aquellos niños que consideran más sensibles o vulnerables. Cualquier escenario es válido, una clase de catecismo, una excursión con el colegio, un campamento de verano o el vestuario de un gimnasio. Por lo general lugares donde el menor se siente seguro y confiado. Desde el momento en que el agresor echa el ojo a su presa hasta que consigue acceder a ella y ponerle la mano encima se produce un complejo y a veces largo proceso de acoso y derribo en el que siempre sale perdiendo la parte más débil: el niño. Es lo que los psicólogos conocen como grooming (en español “acicalar”) una serie de conductas y acciones deliberadamente emprendidas por un adulto con el objetivo de ganarse la amistad de un menor de edad. “Lo más importante es detectar cuanto antes que el niño está sufriendo abusos para ponerlo en manos de un especialista que le ayude. En mi caso, porque mi familia era católica y por aquello del qué pensarán los vecinos, me costó aún más. Tuve que luchar contra la conspiración de silencio, contra una especie de omertá”, explica Miguel Ángel Hurtado, víctima de este tipo de acosos.
“A todas las personas que han sufrido abusos las tratamos con el mismo protocolo psicológico; en el año 2015 nos llegaron 807 llamadas de víctimas de agresión, seis de ellas con religiosos implicados; en 2016 nos han llegado 570 denuncias, dos de ellas con sacerdotes como supuestos agresores. El noventa por ciento de los abusos se producen en el ámbito familiar”, asegura una portavoz de la Fundación Vicki Bernadet, que trabaja desde 1997 en la atención integral, prevención y sensibilización de los abusos sexuales a menores cometidos en el ámbito familiar y en el entorno de confianza del niño. “Una vez que has sufrido el abuso, el trauma o se hace historia y se supera, o pasará factura al menor: ansiedad, depresión, problemas con las drogas, con el alcohol, aislamiento social. El trauma no es consecuencia solo de los abusos de alguien con poder y respetabilidad en su comunidad, sino por la reacción del entorno”, explica Hurtado. Asociaciones como Iglesia sin Abusos han pedido a las víctimas que rompan el miedo y denuncien las agresiones, tal como sucede con los casos de violencia machista, y han acusado a la jerarquía católica de mantener «un imperdonable silencio» en este asunto.
Los depredadores con sotana empiezan sus acechanzas y acercamientos a la víctima (generalmente niños varones de entre 9 y 14 años) de forma muy sutil y discreta
La forma en que la Iglesia ha abordado hasta ahora la persecución de la pedofilia parece más que discutible. Durante décadas, el Vaticano se ha mostrado tibio, cuando no permisivo, ante estos hechos. Ha tenido que llegar el papa Francisco para advertir de que aplicará con dureza “el bastón de Jesús contra los curas pederastas” y contra quienes encubran los abusos infantiles. Aunque es cierto que casi mil religiosos han sido expulsados de la Iglesia católica en todo el mundo entre 2004 y 2013, en no pocas ocasiones al sacerdote supuestamente implicado en un caso de abuso de menores se le concede una segunda oportunidad para rehabilitarse. De esta manera, mientras el juez de instrucción investiga el caso para determinar si hay delito o no, el obispo de la diócesis de turno suele tomar la decisión de enviar al cura sospechoso a algún monasterio apartado, lejos del niño o niña víctima de los abusos y de la prensa, para que sea sometido a terapia psicológica y a estrictos ejercicios espirituales. Una especie de penitencia a base de catecismo y ducha fría tras la cual el cura sigue teniendo posibilidades de ser readmitido de nuevo en sus ministerios sacerdotales. No hay que olvidar que para la Iglesia un cura pederasta es un enfermo que tiene derecho a ser perdonado por Dios, como cualquier otro cristiano. En ocasiones, el Vaticano ha optado por enviar al sacerdote a las misiones en algún país africano o asiático, un grave error sin duda, porque allí, lejos del control de sus superiores, puede seguir haciendo de las suyas. “Cuesta que un obispo abra expediente contra un cura por un asunto de pederastia, lo van dejando pasar. Además, el Derecho Canónico impone una primera amonestación al sacerdote que comete un desliz, de manera que el obispo se limita a decirle: deje usted de hacer estas cosas. Y lo zanja con tres padrenuestros y a veces ni eso. El caso ni lo remiten al juzgado”, explica Pepe Rodríguez, escritor experto en el tema del sexo en el clero.
Cambiar de parroquia a un cura pedófilo para tapar o eludir el problema ha sido una práctica común en los últimos años, un parche que no contribuye a atajar el cáncer. En 2012, el Juzgado de lo Penal número 3 de Castellón condenó a un párroco, R.S., a dos años de prisión por distribuir por internet más de 21.000 archivos con escabrosas fotografías de pornografía infantil (algunas de ellas con bebés de corta edad como protagonistas). El cura pertenecía a un chat cerrado de pedófilos que se intercambiaban las imágenes. Finalmente, el sacerdote no llegó a entrar en prisión y el Obispado de Castellón decretó la suspensión cautelar del implicado (por si fuera poco le sufragó la defensa judicial y las costas del proceso). Por último, lo envió a un monasterio para su recuperación psicológica, pero nunca aclaró si R.S. sería inhabilitado de por vida, de forma que nada le impediría volver a vestir los hábitos en el futuro. Sobre estas prácticas oscurantistas y cómplices que tratan de amparar y proteger al cura pedófilo ha llegado a decir el papa Francisco: “Un obispo que cambia a un sacerdote de parroquia cuando se detecta una pederastia es un inconsciente y lo mejor que puede hacer es presentar la renuncia. ¿Clarito?”.