En julio de 2017 PSOE, Podemos y Ciudadanos alcanzaron un acuerdo en la Comisión de Investigación Parlamentaria sobre las cloacas del Estado para asestarle un duro correctivo al Gobierno Rajoy. Los tres partidos concluyeron que el departamento que entonces dirigía Jorge Fernández Díaz hizo “una inaceptable utilización partidista” de la Policía destinada a obstaculizar la investigación de “escándalos de corrupción que afectaban al PP y la persecución de adversarios políticos”. La denominada “policía patriótica” había quedado al descubierto y pese a que el Parlamento había depurado responsabilidades políticas las responsabilidades penales nunca llegaron.
Ocurre que a menudo las comisiones parlamentarias no sirven para mucho, pero también suele suceder que cuando llegan a buen puerto, como en el caso de la “policía patriótica”, donde los informes y dictámenes eran concluyentes, el asunto termina diluyéndose en los tribunales. Es evidente que algo está fallando en nuestra democracia.
La “policía patriótica” ha seguido funcionando desde entonces, como prueba el hecho de que Pablo Iglesias ha sido supuestamente espiado, una operación que tendría por objetivo cortar la rápida progresión de Podemos en la política nacional. Sin duda, los débiles mecanismos legislativos de control y también, por qué no decirlo, los mejorables resortes judiciales, permiten la formación de grupos de policías implicados en mafias organizadas. El legislador debe plantearse con urgencia dotar a las comisiones de investigación del Congreso de un poder que ahora no tienen, ya que han sido reducidas a una especie de teatrillo sin ningún efecto legal.
Resulta revelador que en todo este oscuro asunto de la “policía patriótica” todavía no haya sido llamado a declarar en sede parlamentaria el comisario José Villarejo, auténtico foco generador de buena parte del detritus que está saliendo de las cloacas del Estado. Tampoco los agentes supuestamente implicados en la trama de espionaje, ni los responsables políticos, entre ellos los ministros y directores generales de la Policía. Nadie ha sido citado para que dé explicaciones, y cada vez que se intenta abrir una comisión sobre el caso Villarejo es convenientemente cerrada por los dos grandes partidos.
No estaría de más que el Congreso de los Diputados se adaptara a los nuevos tiempos para que las quejas de aquellos policías honestos que denuncian la corrupción, y también de ciudadanos particulares, llegaran al hemiciclo con mayor fluidez. El Parlamento debería abrirse a los denunciantes mediante un mecanismo que debe ser de fácil acceso y lo más simplificado posible. Por supuesto, es preciso dar la mayor protección a quienes formulan las denuncias sobre mafias policiales. Si el mecanismo de presentación de alertas no reúne estos requisitos, el ciudadano no tardará en considerar que es una pérdida de tiempo airear estos casos. Urge por tanto la puesta en marcha de un organismo eficaz que canalice las denuncias a través de una especie de Comisión Permanente de Lucha contra la Corrupción que conozca no solo sobre casos y tramas políticas, sino también policiales.
Solo mediante la aplicación de leyes y reglamentos firmes contra las cloacas del Estado podrá España acabar con esta lacra que nos acompaña desde la Transición, ya que la “policía patriótica” no es más que un residuo del franquismo. Esas leyes deben establecer claros límites entre lo que es aceptable y lo que no lo es para un agente de policía; establecer códigos de conducta detallados en todas las esferas de actividad policial; crear un sistema de sanciones para todo aquel que infrinja el código deontológico, sin perjuicio de sanciones penales; exigir el establecimiento de estructuras institucionales para la propagación, difusión y observancia de las normas profesionales; y en general dejar bien sentadas las consecuencias del incumplimiento de esas normas.
Por descontado, toda regulación debe pasar por anular cualquier tipo de identificación política entre las fuerzas y cuerpos de seguridad y el Gobierno de turno. La ONU ha alertado de que en “caso de existir fuertes vínculos son frecuentes las acusaciones de que las autoridades policiales se guían por la doctrina del partido gobernante”. En España nos hemos acostumbrado a que los cargos de confianza de la Policía sean designados por el Ejecutivo, cuando deberían promocionar los profesionales mejor preparados por concurso oposición. Otro aspecto que conviene no perder de vista es que los agentes que pasan demasiado tiempo desempeñando un cargo o función determinados dejan de dedicarse de lleno a la tarea o se vuelven más vulnerables a la corrupción. Para contrarrestar esa peligrosa tendencia, algunos países aplican un sistema de rotación de cargos policiales por el cual los agentes son reasignados periódicamente a nuevas tareas, después de cumplido cierto plazo.
En gran medida, la integridad de la policía depende del papel que desempeñen los dirigentes policiales, tanto a nivel nacional como local. Todo mecanismo de control y supervisión que se establezca sobre esos mandos es poco. La democracia tiene derecho a saber si promueven la integridad de los policías que tienen a su cargo o si en cambio dan el visto bueno a la corrupción o ejercen una influencia corruptora. Estas son algunas ideas que el legislador debería tener en cuenta. Hay muchas más que podrían ponerse en marcha. Porque todo está por hacer si queremos acabar algún día con las odiosas cloacas del Estado.