La democracia española nació incompleta. Han pasado 40 años desde la aprobación de la Constitución y siguen existiendo graves deficiencias que nadie está dispuesto a corregir. Se habla mucho de regeneración, de reformas, de la segunda transición y, sin embargo, todo son impedimentos porque los dos principales partidos, a los que se suman los nuevos que viven de la financiación del poder económico y financiero, no tienen voluntad de hacerlo, aunque para ello alguno tenga que traicionar sus esencias fundamentales o vaya en contra de los fundamentos ideológicos de sus militantes.
El pueblo se ha dado cuenta de que la Monarquía es una institución que no resuelve sus problemas, que no aporta nada a los ciudadanos más que fastos decimonónicos que nada tiene que ver con la realidad del siglo XXI. Sin embargo, esto no es nuevo, sino que es la consecuencia de uno de los mayores errores políticos que se cometieron en la Transición: imposibilitar a la gente que decidiera sobre el modelo de Estado e imponer la voluntad de Francisco Franco. La Monarquía fue una imposición y se metió con calzador, llegando, incluso, a ponerse su aceptación como condición para que se legalizaran partidos que, posiblemente, no hubieran traicionado sus esencias ideológicas para reclamar que fuese el pueblo quien decidiera sobre ese asunto. No hay más que recordar cómo el gobierno predemocrático de Adolfo Suárez, a través de diferentes emisarios, insistió sobremanera a Santiago Carrillo en dos aspectos que tendrían que reconocer si querían que el PCE fuese legalizado: la bandera y la Corona. Si el ex secretario general comunista se hubiese negado, su partido habría permanecido en la ilegalidad.
En los primeros años, la Monarquía tuvo grandes grados de aceptación entre la ciudadanía, tiempo en el que nadie parecía que pudiera atreverse a poner en cuestión a la institución que ocupó la Jefatura de Estado. Sin embargo, la crisis, los casos de corrupción, el descubrimiento del patrimonio oculto en el extranjero por el ciudadano Juan Carlos de Borbón, dinero que presuntamente procede del cobro de comisiones por contratos en los que medió el monarca, pero, sobre todo, por el descubrimiento por parte de la ciudadanía de que las personas que son la máxima representación del Estado no se han preocupado en lo más mínimo por aspectos tan importantes como los desahucios, la pobreza, la precariedad laboral, la violencia machista, los abusos de las élites, las políticas de austeridad impuestas desde Bruselas y aplicadas sin el menor problema por el anterior Gobierno, los privilegios legales que tiene la Familia Real y que los diferencian del resto de los españoles, etc. Todo ello sólo era recordado en el mensaje navideño con menciones de apenas unos segundos. El pueblo se ha dado cuenta de que el tiempo del Discurso de Navidad es el tiempo que dedica el Jefe del Estado cada año a los problemas reales de la gente. Más o menos como hacían los terratenientes cuando entregaban el aguinaldo a los sirvientes.
Los índices de rechazo a la Monarquía van en aumento y ya están por encima del 50% de la población. Esa es la verdadera razón por la que el CIS lleva cinco años sin preguntar sobre la Casa Real. La realidad es que el pueblo quiere votar, el pueblo quiere decidir lo que no se les dejó en 1.978. Aunque los defensores del actual sistema o de los Borbones afirmen, sin que se les caiga la cara de vergüenza, que el voto positivo del referéndum de la Constitución fue la aprobación de la Monarquía. Esto es falso, es mentira. Lo que hizo la clase política de entonces fue poner al pueblo español en la siguiente situación: «si queréis democracia, si queréis Constitución, tenéis que tragar con los Borbones».
Ahora la presión hacia la Monarquía se ha incrementado desde el lado político. El Parlament de Catalunya ha reprobado al ciudadano Felipe de Borbón por su «justificación de la violencia policial» el 1-O, basándose en el contenido de su discurso del día 3 de octubre de 2.017, además de pedir la abolición de la Monarquía por ser una institución caduca y antidemocrática. A esta resolución se ha sumado el ayuntamiento de Barcelona e, incompresiblemente, va a ser recurrida por el Gobierno socialista a pesar de la oposición del Consejo de Estado. Aprovechando que esas resoluciones se han dictado en Catalunya, los medios más oficialistas han denominado a estos acontecimientos como «campaña contra la Corona». Sin embargo, se olvidan de que ya ha habido más de medio centenar de localidades que se han organizado en la Red de Municipios por la III República, en la que se encuentra poblaciones como Gijón, Eibar, Puerto Real, Parla, Xátiva o Santa Coloma de Gramenet.
IU también ha anunciado una campaña para reprobar al ciudadano Felipe de Borbón a través de la presentación en miles de municipios de mociones de reprobación para «cortocircuitar esta deriva autoritaria que pretende blindar a la Monarquía y hacerle impune de sus crímenes», ha afirmado el coordinador general de la formación de izquierdas, Alberto Garzón.
Ha llegado el momento de que el pueblo hable, de que exprese lo que se le impidió en 1.978 para que Juan Carlos de Borbón permaneciera en la Jefatura de Estado que heredó por decreto de Franco. Hay que recordar un hecho: el Rey Emérito juró los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional y no la Constitución ya que sólo la sancionó. Sin embargo, todo el aparato del Estado está dedicado a defender a los Borbones. Se puede reprobar a un ministro o a un presidente del Gobierno y cuando se hace al Rey es calificado como de campaña contra la Corona. ¿Por qué existe ese miedo a que los ciudadanos se pronuncien? ¿Por qué en este país hay tanto temor a que el pueblo soberano decida sobre el modelo del Estado y que la Jefatura del mismo tenga definitivamente la legitimidad democrática que ahora no tiene? El propio miedo al cambio ya es contrario a la democracia y no España no puede permitirse ni un minuto más subsistir con disfunciones de legitimidad de su propio sistema político.