Apenas unos minutos después de que Juan Guaidó se autoproclamara presidente interino de Venezuela, Donald Trump colgaba uno de sus habituales tuits reconociendo al nuevo líder del país latinoamericano y asegurando que “todas las opciones están sobre la mesa”, incluida una intervención militar.
Estados Unidos ha puesto sus ojos en Venezuela con el fin de convertirlo en un nuevo estado satélite. Es la misma doctrina intervencionista, en función de sus intereses geoestratégicos y económicos, que el Tío Sam viene manteniendo en Latinoamérica desde mediados del siglo XX. Y ese objetivo expansionista nada tiene que ver ni con la defensa de los derechos humanos o la democracia ni con la lucha secular de la primera potencia del mundo contra el comunismo. La única y exclusiva razón es que en el país de Nicolás Maduro, convertido en el Sadam Husein latinoamericano, hay petróleo, ingentes reservas de petróleo que convierten a Venezuela en un bocado apetecible para las multinacionales del sector (muchas de ellas mantienen estrechas relaciones con el magnate que ocupa la Casa Blanca). No hace falta recordar lo que fue Irak: no una cruzada contra el terrorismo islamista y las armas de destrucción masiva, que nunca aparecieron, sino una guerra por el control de los riquísimos yacimientos del país. “Analistas han señalado que a pesar de que el gobierno de Barack Obama ordenó la salida de todos los efectivos de Irak en el año 2009, la presencia de fuerzas militares estadounidenses tiene por finalidad garantizar un gobierno aliado en la región para fortalecer su dominio geopolítico en el Medio Oriente”, asegura Telesur.
El oro negro supone la principal fuente de ingresos del país y genera alrededor del 80% de las exportaciones. Los yacimientos petrolíferos venezolanos son abundantes en gran parte del territorio, de donde cada día se extraen más de 2,3 millones de barriles. Evidentemente el mayor comprador es Estados Unidos, también Europa y el resto de países del cono sur. Nicolás Maduro, que puede ser un tirano dictador pero no tiene un pelo de tonto, ha culpado en reiteradas ocasiones al presidente Trump de querer dividir Venezuela y de pretender imponer un “gobierno títere”. También lo ha acusado de prometer a Guaidó el sillón presidencial del país sudamericano a cambio de las suculentas licencias de explotación del petróleo en la zona.
Maduro, un presidente acosado por la corrupción que ha recortado derechos civiles a su pueblo, tiene razón en una cosa: todo el siglo XX se vivió bajo la “dominación imperialista” hasta convertir América Latina en el “patio trasero de Estados Unidos”. Maduro recuerda el golpe de Estado de Estados Unidos de 1908, durante el mandato de Cipriano Castro. “No queremos volver al siglo XX de intervenciones gringas, no al golpismo, no al intervencionismo (…) Aquí no se rinde nadie, aquí vamos al combate, a la victoria del futuro”, ha asegurado Maduro. Mientras tanto, insistió en que “los asuntos de Venezuela, solo deben ser atendidos y tratados por el gobierno de Venezuela. Nuestros problemas se resuelven en casa, contando con el pueblo. Nadie debe meterse en los asuntos internos. Estamos en una batalla histórica, que nadie baje la guardia. Pretenden gobernar a Venezuela desde Washington, desde Bogotá”, denunció el todavía líder venezolano. Maduro cree que Estados Unidos “no tiene amigos”, ya que es un país movido por intereses económicos, en un claro mensaje a su rival Guaidó. “En Venezuela va a permanecer la voluntad del pueblo por encima de cualquier conspiración”, añadió.
Y mientras Maduro llama a la resistencia frente al imperialismo yanqui, el vicepresidente norteamericano, Mike Pence, ponía otro tuit para “la gente buena de Venezuela”. “En nombre del pueblo estadounidense les decimos: estamos con ustedes. Estamos contigo, y nos quedaremos hasta que la democracia se restaure y usted reclame su derecho de nacimiento de libertad. ¡América está con usted y continuaremos con usted hasta que se restablezca la libertad!”, le dijo a Guaidó. Con los opositores y por supuesto con el petróleo del país.