“La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de nombres de los que puede uno prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo, tenemos «bueno». Si tienes una palabra como «bueno», ¿qué necesidad hay de la contraria, «malo»? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a «bueno» y la otra no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento de la palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas confusas e inútiles palabras «excelente, espléndido» y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor que lo simplemente bueno y dobleplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad. Es el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas formas, pero en la versión final de la neolengua se suprimirán las demás palabras que todavía se usan como equivalentes. Al final todo lo relativo a la bondad podrá expresarse con seis palabras; en realidad una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que hay en esto, Winston? Naturalmente, la idea fue del Gran Hermano” (George Orwell, 1984).
Nuestras sociedades se vienen viendo afectadas por la neolengua del sistema desde hace tiempo. El neoliberalismo y la izquierda cobarde han ido estableciendo un tipo de lenguaje, más allá de las mentiras o las medias verdades típicas del lenguaje político, que generan la inviabilidad de las respuestas críticas y alternativas al propio sistema. En un mecanismo constante de autopoiesis, los significantes (las palabras) son desideologizados para evitar que en la lucha antagónica, entre los mantenedores del sistema y los críticos, se genere alguna posibilidad de transformación y superación de ese sistema dado. Como indicada George Orwell en su magnífica distopía 1984 (aunque allí criticaba los totalitarismos) hoy la clase política, los medios de comunicación e, incluso, la clase dominante en sí utilizan todos esos significantes vacíos de significado para impedir que el proceso dialéctico de contradicción o bien sea leve (se aceptan críticas al sistema como las proferidas por esa constante en crecimiento diversidad), o bien se imposible. La negación de los ejes ideológicos que contienen las palabras, como diría Noam Chomsky, impiden los pensamientos contrarios al sistema. Ernesto Laclau sería feliz al ver como todos los significantes están vacíos, por lo que no es raro que sus pupilos españoles de McMadrid pronuncien esas diatribas de la transversalidad y la competencia virtuosa. En el mundo de la negación de la transformación sistémica, de la negación de cualquier posibilidad dialéctica, el mcpensador es el rey.
En España, más allá de las mentiras, donde Pablo Casado domina la especialidad, cada vez más, por aquello de sumarnos alegremente a la globalización y la tontuna del pensamiento políticamente correcto, las palabras están perdiendo su significado. No es el recurso a eufemismos, que no serían en sí neolengua sino ocultamiento, sino la pérdida de valor ideológico de las palabras. Da igual el partido de la derecha del que se hable todos se catalogan como liberales. Y no es porque entiendan la palabra desde distintos puntos de vista del liberalismo, al contrario en muchos casos ni saben que tienen esos significados ideológicos, sino porque es un significante vacío que intenta catalogar a la derecha entregada a la clase dominante de una forma aséptica. Liberal siempre ha sonado mejor que conservador (pobre Gregorio Luri intentando hacer ver que el conservadurismo tiene cosas positivas), que tradicionalista (por mucho que Juan Manuel de Prada lo defienda), o que fascista. Estas últimas palabras son significantes con un fuerte significado ideológico y por ello se evitan en favor de liberal. Incluso en lo específicamente intelectual se ocultan bajo neologismos como microárquico, anarcoliberales, árquicos y macroárquicos (con respecto a la extensión del poder del Estado y su amplitud con respecto al individuo). No es extraño, entonces, que digan que los gobiernos del trifachito sean liberales, según su visión y la de millones de personas lo son.
Tampoco extraña que desde derecha e izquierda haya una disputa por otro de esos significantes vacíos que tan del gusto de la neolengua se utilizan desde hace un tiempo: progreso. Ser progresista hoy es reclamado por la mayoría de partidos que existen en España y, bajo el prisma de la neolengua, es cierto que lo son. La idea de progreso que nació con la Ilustración ha perdido toda su carga ideológica y ha quedado solamente para definir un avance tecnológico, de derechos diversos y el aumento de la generación de riqueza (sin establecer quiénes se llevan la mayoría de esa riqueza). Ciudadanos se llaman progresistas porque quieren más capitalismo y tecnología deshumanizadora; el PSOE es progresista porque quiere más tecnología deshumanizadora, más riquezas (aunque algo distribuidas mediante impuestos) y más derechos subjetivos; el PP es progresista porque quiere más riquezas, más tecnología deshumanizadora y que la acumulación por desposesión sea mayor; Vox es progresista porque quiere más riquezas; y Podemos es progresista porque quiere más derechos subjetivos. Todos son progresistas porque la neolengua les da la razón pero ninguno, o casi ninguno, habla del progreso humano que es la verdadera fuente del concepto. Un ser humano que progrese en el aspecto individual y grupal hasta alcanzar la plenitud humana, que nada tiene que ver con lo que se nos cuenta desde los partidos políticos. Tan sólo algunas ramas de los verdes hablan de este tema y de la relación del ser humano con la transformación de la naturaleza. En el liberalismo alguna corriente también trata el tema con lateralidad cuando habla de la bioideología de la izquierda. Pero no deja de ser un eufemismo utilizado para ocultar que todas las ideologías en sí provocan cambios en el ser humano.
Otro concepto que viene perdiendo su significado para estar vacío es libertad. En este caso no hay, como en el texto de Orwell, un antónimo político tipo esclavitud o explotación. La libertad, que todos los partidos defienden, es un significante vacío que se lanza contra las políticas del otro. En general libertad es utilizado por la izquierda casi como símil de libertarismo moral y en la derecha como antiburocracia. No ha dejado de tener algo de carga ideológica pues es uno de esos conceptos fuertes y que son complicados de desideologizar, aunque tal y como hablan unos y otros, la acción de la clase dominante para que quede convertido, como concepto, en algo meramente técnico que facilite la autopoiesis del sistema está casi completada. Al carecer de antítesis en el discurso, ya nadie clama por los explotados o alienados del sistema, la libertad ve reducidas sus aristas ideológicas a poco más que lo diverso y lo burocrático. Ni la izquierda es capaz de analizar, en términos materialistas, la dilemática de la libertad. Marx, pese a que muestren cara de sorpresa, dijo que la sociedad socialista sería el reino de la libertad. No de la igualdad, ni de la fraternidad. Bien sabía que, estando el ser humano por medio y sin finalizar el proceso ilustrado, eran conceptos idealistas. La libertad, en la neolengua, ha perdido toda su materialidad para convertirse en una pieza más del idealismo del sistema de dominación.
La McIzqueirda, frente a lo que se podía esperar, no ha hecho nada por evitar la extensión de la neolengua. Es más la alimenta día a día con frases, típicas de Íñigo Errejón, como “hay que oponer el amor al odio” y luego “todes” a comer magdalenas. Como dijimos al afirmar que la izquierda de antes molaba más, estas excursiones de la diversidad, que dejan fuera como elemento central el análisis materialista para ver cómo nos domina la clase dominante y las posibilidades de transformación del sistema, sólo sirven para afianzar la neolengua vacía de alternativas. Incluso han desideologizado la palabra democracia. Como elemento para no parecer demasiado a la derecha y de paso entretener a las masas, a las que consideran como eso, masas, se inventan los referéndums populistas. Se les obliga, en un espacio de tiempo tan corto que se hace imposible el debate y la reflexión, a decidir mediante códigos binarios (sí/no) cuestiones para las que carecen de todos los datos necesarios para tomar una decisión al menos racional. ¡Ah pero es democracia directa! No, no lo es, la democracia directa es participar activa o pasivamente, pero en directo, del debate y la toma de decisiones. Eso es un engaño que sirve a los dirigentes políticos, que tienen acceso a los medios de comunicación, para refrendar la decisión que ya habían tomado con todos los datos necesarios. Para muestra un ejemplo, el 80% de la militancia del PSOE aceptó el acuerdo con Ciudadanos, en el cual Rivera sería vicepresidente y con sólo ciento veinte y pico escaños. Hoy, con más datos, igual no lo harían y son las mismas personas. Y para la derecha la democracia no deja de ser un procedimiento para elegir a quienes ocupan cargos públicos, ya que saben que al final del camino quienes mandan son gentes que están fuera.
No hay lugar o concepto político, social y cultural que no esté siendo desideologizado y transformado en parte de la neolengua. Inciden más desde la derecha porque, frente al caso existente en el capitalismo, son quienes más están interesados en que la sociedad del espectáculo, que no deja de ser una dictadura del capital, siga su reinado impidiendo la transformación del sistema y cualquier alternativa al mismo. Bien con el empirismo idealista, bien con el idealismo nacional, bien con la neolengua, bien con la rendición de buena parte de la izquierdas, el caso es que cada vez más las palabras pierden fuerza explicativa al perder su carga ideológica. A lo que se suma la banalización y vaciamiento de conceptos como socialismo (hoy significa lo que hacen los dirigentes de los partidos socialdemócratas), comunismo, lucha de clases, clase social, etcétera. Hay que infantilizar a la sociedad, que el ser humano deje de progresar (habría que recuperar la diferencia de Hanna Arendt entre labor y trabajo), que no piense y de esta forma acabar con la publicidad de las contradicciones sistémicas. Porque éstas existir existen ya que el progreso no deja de ser un proceso dialéctico continuado, algo que también se esconde con mojigaterías, aceptadas por la izquierda, de que no hay más posibilidad que el capitalismo y la cesión de soberanía a superestructuras institucionales. Lo que parecía una distopía cada vez más cerca y las personas más explotadas y esclavizadas (al consumo, al aparato electrónico, etc.).