Al final, cuando menos en esto, Hegel y Marx tenían razón, el propio sistema, cualquiera que sea, acaba generando sus propias contradicciones y su propio modo de superación. Sea el proceso dialéctico o no, hoy se está ante la desaparición de aquello que se dio en llamar lo «políticamente correcto» y que ha tenido diversas interpretaciones como el «buenismo», el «wokismo», el «multiculturalismo», lo «decolonial», el «capitalismo de amiguetes», la «Tercera vía», el «centro centrado» y todas esas derivaciones que el liberalismo, en sus dos vertientes principales, ha generado en los últimos cuarenta años.
El proceso ha sido largo, como son todos estos tipos de procesos. El marxismo tardó en asentarse casi treinta años y la respuesta no surgió realmente hasta casi veinte después —paradójicamente la respuesta católica fue más rápida en la petición de praxis—, con la llegada del fascismo en sus diversas variantes. Luego, visto el horror del error, fueron surgiendo muchos más críticos hasta la práctica eliminación de los años 1990s. El liberalismo se desdobló, aunque en realidad siempre han jugado con dos barajas. Por un lado los más libertarios, por otro los más eticistas —aunque ninguna de las adjetivaciones hacen justicia a la realidad interna de cada uno—. De lado eticista surgieron todas esas deconstrucciones, esas críticas psicologistas al capitalismo, lo queer, lo woke, lo multicultural, el buenismo, que a los libertarios no les venían mal pues les dejaban hacer en lo que realmente les interesaba, el mercado global y la financiarización económica. Había peleas de hermanos pero poco más, el sistema seguía resistiendo el embate.
Y si el buenismo, con su consiguiente Estado totalizador, pudo hacerse huevo con lo políticamente correcto es porque, en realidad, no generaba ni un arañazo al sistema en sí. De hecho, salvo la crisis de 2008, que sí generó algún tipo de respuesta alternativa, nadie se ha quejado del sistema en sí. Los valores liberales de libertad, prosperidad, tolerancia y autonomía individual eran la fuente de todas esas supuestas alternativas sistémicas, incluyendo esos derechos grupales de minorías minoritarias que han venido sirviendo para domeñar y acallar a los posibles insurgentes de izquierdas —cada vez menos— o de derechas —cada vez más—. Había cuestiones que quedaban fuera de debate, especialmente si tenían contenido católico-cristiano en Europa, y sobre las que se vertía el veto: problemas integración inmigrantes; islamismo radical; pauperización clases populares —si se fijan la mayoría de sindicatos son pro-LGTBXAUHBFH+ y poco clase trabajadora—; devastación industrial; devastación territorial y rural; identidad nacional general —si se es de una nación minoritaria o inventada se puede y debe hablar—; etcétera.
El problema es que las personas, da igual la pertenencia política que tengan aunque menos la clase social a la que pertenecen, pueden ser engañadas de muy diversas formas —las redes sociales son el ejemplo más palpable—, pero acaban enfadándose si todo su modo de vida es puesto en cuestión y se les prohíbe hablar. Acaban por estallar. Ya sea contra un Burger King, contra la inmigración masiva y, especialmente, contra la clase política. Cuando Podemos —y demás grupos parecidos en Europa— y artificios regionales similares aparecieron asustaron a cuatro que creían que eran los jefes del cotarro. Aquello de los significantes vacíos, las cadenas de significantes y demás estupideces ya delataba que si no estaban al servicio de la CIA, poco les faltaba. Introdujeron en el debate todas las tonterías generadas por el liberalismo eticista que faltaban por incorporar en España, Italia o Francia. Esto produjo que el Estado acabara actuando como último garante moral y punitivo del sistema. Es paradójico que la policía se emplee con mayor dureza y agresividad en manifestaciones o huelgas sindicales —hay sindicalistas condenados a prisión por protestar y tirar alguna valla—, mientras que en otras ocasiones hasta salen corriendo —caso de Palestina, caso manifestaciones cayetanas durante el Covid, etc.—. El sistema siempre protege lo suyo y a los suyos.
Sin embargo, como se ha dicho al principio, el sistema siempre acaba generando sus propias contradicciones subversivas o anti. No es que los anti-políticamente correcto no hayan existido, desde Michel Houllebecq hasta Phillipe Muray pasando por William T. Cavanaugh, Dalmacio Negro, Jean-Claude Michéa, Alain de Benoist, Ignacio Gómez de Liaño y tantos otros, los ha habido pero siempre minoritarios. Hasta que grupos, en especial de la derecha alternativa, no han comenzado a tener cierta preponderancia política, esa quiebra del discurso unificador y totalizador del liberalismo no se ha producido. La paradoja de Popper, aquello de si se puede ser tolerante con el intolerante, ha tomado forma en diversos grupos, en cada vez más intelectuales conformando una constelación que está «hasta los huevos y los ovarios» de las imposiciones de unos entes muy minoritario. Cierto que algunos no son antisistema en general, pero ayudan a que el debate se recupere pese a los esfuerzos de los liberales de todo tipo —aunque alguno está arrimándose al fuego que parece calentar algo ahora— de seguir vetando, cancelando y reescribiendo la historia.
Hoy ya se va pudiendo decir que a los intolerantes que llegan a Europa se les puede y debe mandar para su casa. Que existen unos valores europeos, cristianos, romanos y griegos, que deben ser respetados y son base de la existencia propia de los países que conforman el continente. Y al que no le gusten, ya sabe… Que la religión es parte del debate público es algo que cuesta más incorporar pero poco a poco ya asoma la cabeza. Que existe una izquierda a la que le da igual lo queer, lo woke, lo decolonial y demás zarandajas y que sigue mirando a las condiciones materiales de la existencia de las clases populares que están siendo masacradas en Europa por la élites globalistas. Que hay un feminismo para el que los penes lesbianos no son, ni de cerca, parte de su lucha, como no lo es tomar como medio a la mujer para que los gays tengan hijos sin adoptar —el colectivo homosexual no ha entendido la segunda parte del imperativo categórico kantiano y luego sueltan gilipolleces de beatería—. Que hay gente que ama a su país y desea defenderlo y expresarlo en público, como hacen otros, y denunciar la persecución que se produce en distintas regiones —donde da igual que gobiernen hunos u hotros—. Y así, poco a poco, van cayendo los vetos y se destruye esa prisión dorada que venían construyendo los liberales… porque les venía bien como núcleo irradiador del sistema.
A los rebeldes ahora les llaman fascistas o comunistas, ya saben, según les pille.