Rajoy, Soraya y Zoido han quedado “retratados”, como diría el periodista deportivo aquel, durante el juicio que se celebra estos días en el Tribunal Supremo. Los tres comparecían como testigos para dar explicaciones acerca de la gestión del Gobierno durante el referéndum del 1-O en Cataluña y los tres han dejado más dudas, más sospechas y más incógnitas de las que teníamos antes de iniciarse la vista oral. Para empezar, ninguno de ellos ha querido hacerse responsable de las brutales cargas que los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado llevaron a cabo en algunos colegios electorales de las cuatro provincias catalanas para mantener el orden constitucional supuestamente amenazado. De una manera o de otra, esa forma de actuar marca PP, esa dejación de responsabilidades, es algo que ya vimos en casos anteriores, como el Yak-42 o el 11M. Por ahí ninguna novedad.
La primera en prestar declaración en el Supremo fue la exvicepresidenta Sáenz de Santamaría, que aseguró que lo que vio aquel día “fueron murallas humanas, las agresiones y el lanzamiento de objetos” contra los agentes antidisturbios. Sin embargo, no aclaró la gran pregunta: quién dio la orden decisiva de cargar contra los votantes. “Los agentes cumplían con su obligación de acuerdo con el mandato judicial”, se limitó a decir lacónicamente a preguntas del presidente de la Sala, Manuel Marchena.
Tampoco Mariano Rajoy, que pasó por el estrado minutos después de su mano derecha, tuvo la gallardía de asumir la responsabilidad política de aquella desproporcionada actuación policial, como correspondería a un jefe de Gobierno y a un estadista. “Lamento muchísimo las imágenes que se vieron el 1 de octubre y no me gustan”, se limitó a decir el exjefe del Ejecutivo, que tildó de “previsibles” los enfrentamientos durante la jornada del referéndum y echó toda la culpa al Govern de la Generalitat: “Es normal que se puedan producir enfrentamientos, sobre todo cuando hay voluntad de que se produzcan”, alegó sin dar datos concretos sobre la Operación Copérnico, el gigantesco dispositivo policial de aquel día que costó a los españoles la friolera de 87,1 millones de euros.
Pero sin duda la declaración más vergonzante y bochornosa la protagonizó el tercer integrante de este nuevo trío de las Azores a la catalana incompetente y torpe que por lo visto no se enteró de nada de lo que pasaba en Cataluña y que con sus decisiones desafortunadas u omisiones insensatas (eso ya no es lo más importante) estuvo a punto de conseguir que se produjera alguna desgracia personal en los enfrentamientos entre agentes y manifestantes. Juan Ignacio Zoido, ex ministro del Interior, declaró entre titubeante y trémulo que él nunca supervisó nada de Copérnico. Una afirmación cuanto menos sorprendente viniendo de un ministro.
Con todo, su vergonzante declaración aún fue más lejos al culpabilizar públicamente a los mandos de la Guardia Civil y de la Policía Nacional de lo que ocurrió aquella jornada negra del 1-O. A pesar de que resulta más que obvio que como ministro del Interior él era el último responsable de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, ni siquiera se interesó por el dispositivo que se había preparado al efecto. Es decir, ni se informó de lo que se iba a hacer en Cataluña aquella jornada de alto riesgo, ni repartió instrucciones, ni dio ni una sola orden de lo que había que hacer, ni cómo había que hacerlo.
Fue el día del amigo invisible, en este caso del ministro invisible. ¿Dónde estaba Zoido cuando estallaba un conflicto civil de proporciones gigantescas en una parte del Estado? ¿Qué hacía, ver la televisión, jugar al mus, leer La Razón? “No recabé ningún informe, me dijeron que estaban coordinándose y que estaban trabajando”, añadió lastimeramente. Y concluyó con una afirmación sonrojante que a buen seguro no olvidarán ni los guardias civiles ni los policías que fueron enviados a las barricadas aquella mañana. “Al igual que yo no di la orden de actuar ni dónde, tampoco la di para que dejaran de hacerlo. Los operativos decidieron dejar de actuar y ellos sabrán por qué”, ha aseverado Zoido, que insistió varias veces en que fueron sus subordinados, los mandos de los diferentes cuerpos policiales, quienes dieron la orden final de cargar contra los votantes.
La cobardía de Zoido al quitarse de encima cualquier tipo de responsabilidad fue aún más lejos de las explicaciones que le pedían los abogados independentistas, ya que señaló directa y abiertamente a las personas que, según él, estaban al cargo de todo el dispositivo de seguridad: el coronel de la Guardia Civil Pérez de los Cobos; el jefe superior de Policía; y los mandos de los Mossos d’Esquadra. Habrá que ver cómo ha sentado esa acusación sobre todo a Pérez de los Cobos, el oficial de la Benemérita designado por el ministerio para las “funciones de coordinación” en Cataluña. No hace falta decir que un guardia civil no perdona una traición.
Sin duda abrumado por el escenario del Tribunal Supremo y por las posibles consecuencias que su declaración podría acarrearle de cara al futuro, Zoido optó por una posición indigna, deshonrosa, vil: dejar en cueros a sus subordinados que solo cumplían órdenes de la autoridad judicial y de sus superiores, pasarles la patata caliente, cantar por soleares ante “el enemigo” y filtrar los nombres de los altos mandos a los abogados de los doce acusados soberanistas. Una actitud indecorosa en alguien que se jacta de ser un valiente patriota español y que no pierde la oportunidad de entonar el himno de la Legión, o sea El novio de la muerte, en la primera procesión de Semana Santa que pasa por la puerta de su casa.
El problema es que para ser un patriota de verdad y no de boquilla, para comportarse como un gobernante serio, digno y honesto que asume las consecuencias de sus actos y no como alguien que cae en el postureo del patriotismo de casino y de salón, hay que estar preparado, tener madera. Es fácil enviar a las tropas a la guerra. El mérito y la nobleza están en seguirlas hasta el final cuando llega el momento de la derrota. Decir “yo no sé nada, pregúntenle ustedes a la Guardia Civil”, es una salida desleal, humillante. Esa puerta de atrás del Supremo por la que han salido Rajoy, Soraya y Zoido y que conduce directamente a otra página infame de nuestra historia.